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- Luis Tovar | @luistovars - Sunday, 16 Mar 2025 09:09



Nacido en Ciudad de México hace cuarenta y cuatro años de edad y egresado en 2005 de la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Iberoamericana, el capitalino Humberto Hinojosa es director, guionista, productor y editor; ha realizado, coescrito, producido o asistido lo mismo cortometrajes que largos, series televisivas y videos musicales. En el ámbito estrictamente cinematográfico destaca su ópera prima largometrajista, Oveja negra (2009), eficiente historia de tres adolescentes en un pequeño pueblo, con guión de su autoría. A esta buena cinta siguió la notablemente menos lograda I Hate Love (2012), sobre un chico sordo enamorado. Cuatro años después desciende algunos peldaños con un thriller bastante poco eficiente titulado Paraíso perdido (2016); al año siguiente se repone con Camino a Marte (2017), pero vuelve a recaer con Un papá pirata (2019), convencionalísimo melodrama, y dos años después prueba suerte –sin suerte– en el género del horror con No abras la puerta (2021). Su filme más reciente, para Netflix, es Príncipes salvajes (2024).
Difícilmente Hinojosa debe desconocer la existencia de filmes como Los herederos (Jorge Hernández Aldana, 2015), por mencionar sólo uno de los más recientes con los que Príncipes salvajes tiene más de un elemento en común: echar un ojo a la decadencia y la miseria moral de las clases adineradas mexicanas, con especial énfasis en el sector juvenil. Ni cómo negarlo: al respecto hay mucha tela de donde cortar, de modo que un filme abocado a la crítica de las abundantes zonas oscuras de dicha clase privilegiada no es difícil de confeccionar; sólo es menester que se tenga claro el objetivo y que no se desdibuje a lo largo de la trama.
Desafortunadamente, con Príncipes salvajes lo que sucede es una suerte de ir y venir, o de inexplicable indecisión, respecto del tema central: el autorrobo maquinado por dos jóvenes de familias muy adineradas en la casa de uno de ellos, seguido de una serie de delitos de gravedad ascendente, funciona bien para exhibir tanto el materialismo crudo como la inexistente ética lo mismo de los jóvenes que, visto en conjunto, de su entorno social inmediato. Las debilidades del guión comienzan, paradójicamente, cuando se le quiere conferir un poco de profundidad por medio de una serie de explicaciones de por qué ese par de hijos de papi –a los que se suma un par de jóvenes mujeres no menos inescrupulosas– son como son. Al primero de ellos, con el que arranca la cinta y de alguna manera se supondría el protagonista, se le define como un mentiroso compulsivo que va a terapia, aunque avanzada la trama tiene un inexplicable arranque de honestidad. Al segundo, más envilecido que su compañero, se le confieren ambición cruda, filosexualidad enfermiza y, apenas insinuados, ausencia del padre y edipismo; igualmente insinuado o más bien ambiguo, a una de las chicas, hermana del primero, se le da carácter incestuoso y cleptómano, y a la tercera se le asigna una suerte de complicidad cobarde.
Mientras todo lo anterior sucede la trama sufre discontinuidades y desviaciones que conducen, primero, al lugar común de culpar a la servidumbre, necesariamente morena y de clase pobre, del primer y del último delito cometidos, así como, al final, a ese otro lugar común monumental que es poner a la policía judicial, por medio de una conducta corrupta enclichada, como beneficiaria última de las ganancias económicas
ilícitas conseguidas por el par de adinerados aprendices de delincuente, que mediante chantaje terminarán al servicio de aquélla.
Es como si Príncipes salvajes, con su tema entre extraviado y recuperado más de una vez en hora y media, fuese la metafórica proyección involuntaria de los atributos y los defectos de la trayectoria fílmica de su realizador: no comienza nada mal, quiere seguir adelante, da un par de pasos para atrás, avanza un poco, da otro par de pasos en reversa… como el burrito de la canción: aquimichú.