El mate: una pequeña isla en medio del caos

- Mariana Brito Olvera - Sunday, 16 Mar 2025 08:43 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Un acto simple que con el tiempo se vuelve sofisticado inmerso en la cotidianidad, que entonces se vuelve ritual y, por tanto, refleja y proyecta una costumbre y, así, una cultura. Tomar mate, prepararlo, cebarlo, como se dice allá, en Buenos Aires, y como se explica aquí, al parecer está a la altura de la ceremonia del té en Japón.

 

Como toda gran ciudad, Buenos Aires es vertiginosa. Tal vez no sea tan grande ni tan sobrepoblada como Ciudad de México, pero también pasan los subtes uno tras otro y un colectivo tras otro. También van llenos los trenes, también hay tráfico, peleas, sudor y llegadas tarde al trabajo. Se arranca temprano y se termina tarde. Se va de aquí para allá. Se camina a grandes zancadas. En ocasiones, sin querer, chocamos con gente que, a su vez, también nos empuja (en este sentido, la ciudad no carece de reciprocidad). Los ruidos son la música citadina: runruns, claxons, sirenas y voces que, aunque no siempre son gritos, se oyen fuerte.

El mate se nos muestra como una pequeña isla en medio del caos. No puede ser de otra forma: el mate no acepta la prisa, la rechaza como cuando se nos mete algo en el ojo y el ojo se enrojece y pica hasta que se logra expulsar al cuerpo invasor. Eso se debe, en gran medida, a los pasos que se deben seguir para disfrutar un buen mate. Puede que mi intento por describir ese proceso sea deficiente: es un cúmulo de cosas que he escuchado en estos años que llevo viviendo en Argentina y lo escribo más para darnos una idea de sus implicaciones que porque me sienta una voz autorizada para decir cómo se debe cebar (la primera acepción de “cebar” de la RAE se refiere a dar de comer a los animales para que suban de peso, pero en este caso nos referiremos a la acción de añadir agua caliente a la yerba mate).

Como para manejar un lenguaje en común, lo primero que debo mencionar es que al recipiente donde se bebe se le dice “mate” (no “matera”, como yo le decía al inicio), y a la yerba mate, “yerba”. El objeto por medio del cual sorbemos es la “bombilla”. Dicho lo anterior, podemos comenzar. Lo que he aprendido es que cada detalle cuenta. Cebar es un arte, puesto que hay que cuidar cada momento del proceso, empezando por qué tanto calentar el agua: bajo ninguna circunstancia debe hervir, porque quema la yerba y cambia el gusto. Tampoco debe estar tibia, ya que no logrará que la infusión desprenda su sabor. Hay que quitar la pava (“tetera”) del fuego justo en el instante en que al agua empiezan a salirle unas burbujitas, previo a que comience a hervir propiamente.

En cuanto al mate, se llena alrededor de tres cuartas partes con la yerba, luego hay que tapar la boca del recipiente con la mano y sacudirlo, así en la palma nos queda el exceso de polvillo que puede generar acidez. Después, se inclina para dejar gran parte de la yerba acumulada en uno de los lados, como una media montaña. Posteriormente, tenemos que echar un chorrito de agua fría a la parte donde hay menos yerba, con la finalidad de que se hinche y no tape los orificios de la bombilla. Dejamos pasar algunos minutos en lo que esto sucede, y, una vez que la yerba está hinchada, cubrimos la parte de arriba de la bombilla con el dedo (para seguir evitando que se obstruyan los orificios) y la introducimos en diagonal. A partir de ahí, la bombilla no debe moverse (no hay que ceder al impulso de revolver la yerba).

Llegados a este punto y ya con el agua en el termo (o en la pava, si se es más tradicional aún), la vertemos con lentitud sobre la yerba, siempre intentando que sea lo más cerca de la bombilla y que la parte de arriba de la montañita quede sin mojarse, porque de esta manera se prolonga más su sabor. De no ser así, ocurre el fenómeno que se denomina como “lavar el mate”, lo que significa que el gusto se diluyó rápidamente por el hecho de haber mojado toda la yerba desde un principio (también se lava el mate cuando ya hemos bebido durante bastante tiempo, pero en ese caso es algo normal).

 

Sólo cebando se aprende

Como podrán ver a partir de la descripción anterior, ¡es incompatible tratar de ducharse, arreglarse, prepararse para ir al trabajo y al mismo tiempo cebarse un buen mate! Por supuesto que lo intenté más de una vez. Creí poder desafiar los tiempos ancestrales del mate con mi velocidad citadina (que se basa en la creencia de poder hacerlo todo al mismo tiempo) y los resultados fueron los siguientes: bombilla tapada en numerosas ocasiones por no haberle tirado primero el chorrito de agua para que la yerba se hinche; yerba quemada a causa de que el agua hervía casi hasta consumirse (al estar haciendo otras cosas en simultáneo, me olvidaba de que la había puesto al fuego); caso opuesto: sin sabor por no dejar que el agua se calentara lo suficiente. ¿Que si lograba prepararlo en cinco minutos? En efecto. Pero eran unos mates simplemente horribles incluso para mí, que era una inexperta total. Además, hay que decirlo: diez minutos, que es el tiempo promedio que nos tardamos en este proceso, no es mucho en realidad, pero para los ritmos de la ciudad diez minutos hacen la diferencia. En diez minutos pierdes el tren y te retrasas media hora en llegar a tu trabajo; en diez minutos te bañas o, es más, alcanzas a dormir otro poquito por la mañana. Cuando nos tomamos un momento para preparar un mate, en verdad hay que tomárnoslo. El tiempo se suspende mientras realizamos esta actividad con calma, a su propio ritmo, sin presionar la temperatura que va adquiriendo el agua, sin sacudir con brusquedad el mate, sin apurar el ritmo en que la yerba se infla. Porque después de eso hay que hacerse un espacio para beberlo, es decir, si estamos solas, solos, no vale la pena hacer todo este procedimiento para tomar un solo mate e irnos. Hay que tomarse unos tres o cuatro, saborearlos, comer una o dos galletitas. El mate nos obliga a lo que muchas veces, para quienes vivimos en ciudades, no estamos acostumbrados: a frenar.

En lo que respecta a mí, ya no se me tapa la bombilla y no se me lava el mate, poco a poco he ido perfeccionando mi técnica. Sólo cebando se aprende. Pero también bebiendo y disfrutando. Me gusta estar tomando un mate superrico y notarlo. Saber que puedo diferenciar entre ese y uno normal. Percibir la espumita ligera en la yerba, la cumbre de la montañita intacta, el libre paso del agua por la bombilla, el agua que no está fría pero que no quema, la conservación del sabor en el tercer, cuarto, quinto mate. Notar la sutileza, la delicadeza del cebador o la cebadora.

Cuando voy a México, siempre llevo el mate con la esperanza de poder compartirlo. Porque en su sentido social esa es la esencia del mate: compartir. De hecho, una de las cosas más graciosas que me ocurrió al poco tiempo de llegar a Buenos Aires fue que, con un amigo mexicano, fuimos a una feria a comprar nuestros primeros mates. Una vez que los curamos (“curar” es el procedimiento que hay que realizar antes de usar un mate nuevo), cada quien se preparó el suyo. Estábamos en la cocina, cuando entró una chica argentina y se nos quedó mirando extrañísimo. Nos preguntó que qué hacíamos, mientras movía su puño derecho de arriba a abajo, con cierta gestualidad italiana. Nos dijo que con un mate bastaba y que alguno de los dos “cebaba” y lo iba turnando entre ambos. Después notamos esta costumbre en diversos espacios de socialización y, la verdad, ahora cuando llego a una reunión lo primero que me pregunto es quién cebará el mate y si estará rico. Espero con paciencia mi turno y me alegro de poder disfrutarlo con otras personas, aunque a veces ni las conozca, pero no importa, la ronda me hace sentirlas, de algún modo, cercanas.

Así que cuando voy a México y cebo un mate para mi familia lo que quiero es eso: compartir, mostrarles un cachito de mis nuevas costumbres, decirles “mira, te traigo esto que ahora también forma parte de mí”. Pero esta parte de mi vida les parece amarga, amarguísima, y no importa si ya bebí yo quince mates antes que ellos para suavizar el sabor, igual me siguen diciendo que sabe muy fuerte, con una mueca de desagrado. Además, alegan que me vuelvo una tirana cuando les ofrezco esta bebida: ellos beben un sorbo y
lo pasan directamente al de al lado, sin terminar su parte, y yo les digo que si lo comienzas a beber tienes que terminártelo, así que ahora se la piensan dos veces antes de aceptar, pues dicen que les “obligo” a tomárselo todo; se quejan, también, de mis constantes regaños ante sus numerosas tentativas de mover la bombilla.

Me he preguntado el porqué de esta actitud mía tan dogmática en torno al mate. No suelo ser así en otras cosas e, incluso, hay argentinos y argentinas que me han dicho que tampoco es que toda la población de su país sigue al pie de la letra los pasos del buen cebar. Con la comida o las bebidas mexicanas, por ejemplo, soy bastante prosaica. Puede que en el fondo este dogmatismo sea un modo de no sentirme tan al viento, de demostrarme a mí misma que en verdad me he incorporado a esta otra cultura tan diferente a la nuestra. Tal vez es mi manera de decir: “hago esto como la gente de acá, porque estoy aquí”. Mi forma de poner el pie, de que no me venza la nostalgia, de que no me ataque el pensamiento de querer subirme de pronto a un avión. Decir “se ceba así” o “no se ceba así” me tranquiliza, aunque yo misma sepa que aún me falta mucho por aprender.

Buenos Aires es una ciudad vertiginosa. Por eso, para vivir en ella, a veces es necesario obligarnos a nosotras mismas, a nosotros mismos, a parar un poco el tren para tomarnos unos mates, en la tranquila soledad o en la cálida compañía. Y luego de eso, entonces sí, seguir.

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