El vecino ideal
- Vilma Fuentes - Sunday, 16 Mar 2025 09:12



“Creamos a nuestros amigos, creamos a nuestros enemigos, pero Dios crea a nuestro vecino”, escribe Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) en Heretics XIV. Lejanos o próximos, habitantes de una hacienda o de un estudio, todos tenemos vecinos. Se puede vivir solo, en pareja, en familia, en grupo e incluso en comunidad, y siempre habitarán al lado, más o menos cerca, una o varias personas que moran en un espacio aledaño. El más solitario y aislado de los eremitas no escapa a una presencia vecina por lejana que sea. Esta relativa proximidad con alguien que no es de nuestra familia, que no es ni siquiera un amigo o conocido,
del cual ignoramos el nombre, a quien no elegimos para morar a nuestro lado, esta cercanía, pues, para nada voluntaria, vecindario azaroso
y casual, puede dar un vuelco a nuestra existencia cotidiana sin que nos percatemos ni veamos las consecuencias que escapan de nuestras manos como escurre el agua. Es también posible que esa vecindad debida al azar no cambie un ápice de nuestra vida.
Dios o la casualidad, pues, nos hace el regalo, envenenado o no, de un vecino cuando no de varios. Las personas que deciden mudarse de casa pueden acudir a agencias para visitar los posibles domicilios. Pueden también leer los pequeños anuncios en los diarios o, si la suerte ayuda, ver un letrero colgado a una ventana donde puede leerse: “SE RENTA” o “SE VENDE” y gozar del hallazgo casi milagroso del lugar soñado para emprender una nueva vida.
La persona, hombre o mujer, en busca de un nuevo domicilio, visita departamentos y casas, camina en sus interiores, calcula dónde acomodar este o ese otro mueble, cuál será su recámara o su estudio, la pieza de juegos para los niños, la sala, el comedor, inspecciona estufas y fregaderos en la cocina, regadera o tina, lavabo y excusado en los baños, en fin, todo parece satisfacer sus esperanzas, sí, casi todo. Olvida informarse sobre el o los vecinos. Olvido mayor, pues vivirá con ellos durante los próximos años, mientras habite el departamento soñado, al cual, un vecino indeseable por las más diferentes causas, puede transformar en pesadilla.
¿Quién no ha escuchado, alguna vez en su vida, las quejas y lamentaciones del desgraciado ocupante de un espacio vecino a la morada de una banda de noctámbulos que discuten a gritos para tratar de hacerse oír a pesar del altísimo volumen de la música, y esto madrugada tras madrugada, entre semana y, desde luego, sábado y domingo? Una horda que se burla de sus quejas y parece adivinar la visita de la policía pues, cuando ésta acude, llamada por el quejumbroso vecino sometido al insomnio, encuentra un departamento tan silencioso como oscuro: sus habitantes duermen tranquilamente, comprueban los agentes avergonzados al ver que han sacado de la cama y del sueño a pacíficos durmientes.
Cierto, no todos los vecinos indeseables son ruidosos noctámbulos, existen otros tipos de habitantes cuya proximidad puede ser molesta cuando no dañina. Hay los silenciosos voyeurs o mirones, quienes pasan sus horas observando nuestros movimientos, escuchando nuestras conversaciones, espiando nuestras entradas y salidas, anotando las visitas que recibimos, obligándonos a bajar persianas y cerrar cortinas, tan molesto es lo que se vuelve un verdadero espionaje, no porque tengamos algo qué ocultar, sino porque su vigilancia excesiva termina por hacernos sentir culpables sin saber de qué, acaso simplemente de ser inocentes.
Existen también los desagradables metiches, quienes de buena o mala fe nos aconsejan, nos previenen, nos imponen su ayuda y se meten en nuestra casa sin ser llamados y sin invitación alguna. No faltan los eremitas que nos hacen sentir de más nuestra existencia…
Por fortuna, hay vecinos amables, con quienes da gusto cruzar algunas palabras, que saben hacer favores cuando lo necesitamos. Personas con quienes tenemos afinidades y terminamos por hacer amistad.
La vecina ideal fue encontrada por el experto en la obra de Sade, el poeta Gilbert Lely, para quien la poesía debe “devorar la realidad” y “sirve para volver asimilables los elementos nutritivos de la Realidad”.
Con verdadero entusiasmo, Lely expresaba a su editor Joachim Vital el placer que le causaba el hallazgo de su alojamiento, al cual describía como un lugar ideal, con la luz venida del pleno sur, asoleando sus tardes, en un jardín arbolado y silencioso. Además, colmo de bonanza, no le había salido caro si tomaba en cuenta que tenía como vecina a una bailarina de apenas dieciséis años, una verdadera perla. Sí, Gilbert Lely podía considerarse un hombre con una suerte sin límites, una dicha infinita. Ante este desbordamiento de exaltación, la curiosidad de Joachim se despertó y quiso conocer la dirección del futuro alojamiento del especialista del marqués de Sade.
Lely se echó hacia atrás en su sillón antes de erguirse y responder con un aire de triunfo:
‒Pues en el mismo lugar donde residen Balzac, La Fontaine, Apollinaire, Edith Piaf, Proust… En el cementerio del Père-Lachaise.