La destrucción de Bluefields

- Hermann Bellinghausen - Sunday, 16 Mar 2025 08:34 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

El informe comenzaba: “Bluefields, ciudad principal de la así llamada Costa Atlántica de Nicaragua, tiene una población eminentemente negra, aunque el nuevo gobierno pretende, según se sabe, publicitar de manera preferente a los indios miskitos, esa raza rebelde y comerciante que, suponen con razón los comandantes sandinistas, podría causar problemas en el futuro. Los negros, que hablan una especie de inglés, no parecen preocuparles.” Rió. Le vinieron a la memoria las condiciones en que redactó aquel texto poco después del derrocamiento de Anastasio Somoza, sobre un catre inmundo con chinches en el New Orleans Hotel, vasta construcción de madera mal apuntalada sobre un estero que, ciego y sin mar, daba curso a una población de mosquitos capaz de inocular malaria al mundo entero, aparte de la más espesa variedad de aromas y fermentos. El sitio era un poco burdel. Las paredes, tan aislantes como el cartoncillo, le permitían escuchar sin demérito de los decibeles la banda sonora completa de un baile en el salón contiguo, tan animado que habría de durar la noche entera y terminaría a tiros y sillazos. La revolución no había llegado allí. No mucho.

Peter White llevaba cinco años viajando por el Caribe y Sudamérica cuando lo enviaron de servicio a Nicaragua. Acababa de triunfar una revolución comunista, pero las cosas estaban tranquilas. A Peter White las guerras civiles no le hacían especial gracia. Prefería trabajar en paz, así mantenía mejor control sobre la violencia a su alrededor. En eso seguía siendo más policía que soldado ‒sus inicios en Los Ángeles lo curaron de espantos.

Le pagaban por detectar buenos prospectos para lo que, con el tiempo, la prensa mundial denominaría la Contra. Hasta el mismo presidente Ronald Reagan (que entonces todavía no llegaba) se diría orgullosamente Contra y exhibiría una T-shirt de las que venden en las playas de Miami.

Peter White odiaba la cumbia, el reggae y la salsa, aunque ya nadie presentable dijera nigger ni corriera a los negros de los diners. Esa noche, sudando como nunca en su vida ‒y eso que vivió año y medio en Kingston, donde están los peores slums del trópico‒, redactó el informe que, por fin, lo liberaría de esa misión, le permitiría una bien merecida temporada con sus amigos en Malibú y adelantar su retiro.

Siempre, desde niño, estuvo convencido de que el infierno quedaba en África. Pero en 1979, a los cuarentaitantos años, o sea ya grandecito, descubrió que la puerta del infierno se llamaba Bluefields, en la república bananera de Nicaragua; por si quedaban dudas, se había llenado además de marxistas y revolucionarios, seguidores de un supuesto caudillo, Sandino, zambo y lampiño, afortunadamente muerto hace tiempo. Gracias en parte a Marlon Brando, Peter prefería el mostacho de Emiliano Zapata, otro caudillo comunista centroamericano. En Bluefields eso de Camarada Sandino y El Amanecer Dejó De Ser Una Tentación sonaba a patraña. A los negros se les iba el día en mecer su hamaca, decir fuck, fuck you en cualquier momento y oír reggae a todo volumen, como si estuvieran en Denham Town o Harlem. Somoza y la revolución sandinista valían para lo mismo, ellos eran súbditos de la reina Isabel de Inglaterra. En tiendas, carpinterías, pescaderías y burdeles, White vio retratos de H.M. Elizabeth The Second. Le divirtió la idea: buena puntada de estos simios, se creen británicos.

Años después, sentado en su tabaquería de Albany, Albany of all places, aburrido como de costumbre desde que se jubiló, Peter White encontró en el Times algo sobre un huracán Joan. Leyó el nombre. Pobres negros. Eso sí, debió reconocer que la mejor langosta de su caribeña y puntañera vida la comió en Bluefields, en un restorán que, siendo el mejor de la Costa Atlántica de Nicaragua, tenía un fangal en puerta y los meseros echaban flit sobre las mesas antes de servir. Le supo a carne de sirena. Sólo en ese lugar le pusieron música de Julio Iglesias, no himnos de rebeldía, y lo agradeció como un peor es nada. Pidió Ray Conniff y resultó que había una cinta. Raindrops Keep Fallin’ on My Head. Dio un sorbo a su Budweiser. Eso era como estar en casa. Yankees go home: ojalá se la cumplieran.

Después de unas semanas en Managua, para llegar a Bluefields, White debió navegar el río Escondido, lo más parecido al Amazonas que le fue dado conocer. Porque ahora, tardío cincuentón y diabético, nadie iba a moverlo más allá de la calle Main. Jura que en el Escondido vio venir caníbales en piraguas. Y si lo soñó, lo mismo es cierto. No miskitos, sino ramas; en el paquebote que iba de Nicaragua a Bluefields viajaba una escolta por desgracia sandinista pero por fortuna con ametralladoras. Peter White iba desarmado. Al llegar, visitó la empacadora de camarones, no se fueran a ofender los agentes locales que lo recibieron welcome Mister White. Uno de ellos, medio chino, moriría años después en la frontera con Honduras, ya en la guerra; cuando lo recogieron, los zopilotes ya le habían arrancado los ojos. Y se encerró a redactar su rencoroso informe.

‒Sin saima simaló ‒le dijo exhibiendo su dentadura chimuela el mocoso que recogió su último informe en el aeropuerto de Corn Island dos días después para llevarlo al patrón. Misión cumplida. Pronto se iría de ahí.

Mientras leía el Times una mañana inimaginable entonces, Peter White recordó haber mirado hacia el Bluff, esa playa gris de negras obsequiosas donde se podía oler la gonorrea, y hacia el faro de Bluefields, y haber deseado fervientemente su desaparición sobre la Tierra. Y supo que su maldición se había cumplido: Bluefields fue destruida por Joan. Como jaculatoria, repitió entre dientes las mismas palabras de entonces:

Fuck –y pensó: “Al menos no fuimos nosotros.”

Quiso reír, pero no pudo. Se le habían ido las ganas.

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