Uruguay: un candombe sin olvido

- Gustavo Ogarrio - Sunday, 16 Mar 2025 08:46 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Pausado y puntual, este espléndido artículo ofrece una imagen a la vez cálida y severa de la vida en el Uruguay sometido por la dictadura (1973-1985), a través de la música y la literatura, pero sobre todo mediante el recuerdo de una familia cuya figura emblemática, Gloria, supo sortear ese terrible período colmado de momentos “revolcados siempre en el merengue de la vida”.

 

 

Para mi hija Camila, navegante entre dos mundos de recuerdos y olvidos.

Para Graciela y María, por abrazar a Gloria tantos años allá en Montevideo.

A todas y todos los de acá (Ciudad de México) y de allá (Montevideo).

 

 

Pero el candombe no olvida

y renace en cada herida

de palo del tambor, con alma y vida.

Candombe del olvido,

Alfredo Zitarrosa.

 

 

El guardián del espanto colectivo

Lo que más me cautivaba de las empanadas de Gloria era que poco a poco me iba enterando ‒conforme ella preparaba la masa y el relleno, al tiempo que me decía algo sobre la zanahoria rallada; charlábamos episódicamente a través de preguntas, comentarios míos y largas respuestas suyas‒ de cómo llegaron a Montevideo esos árboles urbanos que soltaban en otoño una pelusa con hojas caídas que a veces se interpretaban como una maldición francesa ‒se le atribuía a ese polen la responsabilidad de las alergias que se desencadenaban con los cambios de estación‒ o de lo que significaron las Fuerzas Conjuntas. Los inmensos plátanos de sombra eran parte de las migraciones del siglo XIX hacia el Río de la Plata; las Fuerzas Conjuntas fueron el aparato de represión que durante la dictadura en Uruguay se montó para llevar a cabo los crímenes de Estado.

Los plátanos de sombra se agitan en otoño de una manera feroz, durante la primavera y el verano son una fresca protección de los rayos solares, al tiempo que producen imágenes hermosas de las calles de Montevideo y una variedad casi artística de tonos verdes y amarillos; además, son sumamente resistentes al acoso y a la asfixia del crecimiento urbano. Las Fuerzas Conjuntas aparecían en la memoria a través de relatos que las aludían de forma casi indirecta en las palabras de Gloria: estaban ahí como la figura de un guardián amargo del pretérito y del espanto colectivo. Sin embargo, no podría afirmar que las historias que contaba Gloria cuando preparaba las empanadas o los ñoquis estaban cargadas de una enunciación trágica o doliente. Más bien, su manera de llegar a lo trágico era a través de una distancia irónica con el pasado: en sus palabras había algo de risa y sarcasmo, así como una que otra maledicencia en clave picaresca. Poco a poco me fui dando cuenta de que el infierno dictatorial retrospectivo era al mismo tiempo la narración de un Montevideo que se revelaba como el secreto poético y vital mejor guardado del mundo: los ecos descriptivos de una ciudad que no cesaba de ser memoria y olvido.

 

Cuando la memoria y el olvido cambian de país

Gloria nació en Minas, Lavalleja, en 1930, el año que Uruguay ganó su primera Copa de Mundo. En la Plaza Libertad, en el centro de Minas, todavía existe una añeja confitería que vende serranitos, alfajores, damascos, yemas; dulces, bombones y frutos de los que brotan unos colores anaranjados y marrones a través de los cuales Gloria evocaba pasajes de una infancia de trece hermanos. Yo conocí a Zulma, una de sus hermanas que estaba perdiendo la memoria y que vivía en el barrio judío de Montevideo, quizás por el año 2006. Todavía soy capaz de recordar esa confusión en la cabeza de Zulma de tiempos y espacios que, paradójicamente, se asemejaba de un modo algo oblicuo a esa otra confusión que se despliega cuando el tiempo cambia de espacio, cuando la memoria y el olvido cambian de país y el tiempo evocado termina siendo un tiempo de espacio arrebatado, a veces terrible y otras tantas nostálgico; el daño cognitivo, su efecto de olvido, confusión, obsesión y debilitamiento de lo recordado, de alguna manera se termina pareciendo al tiempo rememorado desde el exilio.

En el corazón del barrio judío de Montevideo escuchamos Mariela y yo a Zulma toda una tarde en su diálogo con muertos y vivos: preguntaba por ciertas hermanas y hermanos que ya habían fallecido y al mismo tiempo se dirigía a ellas y ellos desde una desolación insólita que les hablaba como si estuvieran presentes en la conversación; todas y todos estaban vivos para ella en esos minutos en los que recordaba la infancia compartida en Minas, el traslado familiar a Montevideo, la dispersión de las y los hermanos Gutiérrez que, según Gloria, deberían haber llevado el apellido Urquiola, pero que la madre decidió borrar para protestar contra el padre ausente. Zulma murió hace años, pero su voz forjada entre esos olvidos y recuerdos se me quedó tan grabada que representa para mí la estela de un decir que proviene del lado más profundo y débil de la memoria: perder los recuerdos sobre el acontecer inmediato bajo la tenue compensación de que el pasado se vuelve entonces un presente casi absoluto.

 

La historia también se canta

Nunca nadie vio llorar a Gloria; la “maldad insolente” del siglo XX, como dice ese tango ya clásico que tanto le gustaba (“Cambalache”, de Enrique Santos Discépolo, de 1934), no la quebró por fuera. “Herida por un sable sin remaches”, Gloria era una gran conversadora, una narradora de historias donde se mezclaban la existencia propia de su errancia, entendida siempre como un largo viaje en el que se quedaba atrás un Montevideo sin retorno definitivo, con el registro íntimo en el que el terror de la dictadura era una sucesión de sobrevivencias cotidianas: las visitas a los penales de Punta Rieles y Libertad para que los chicos, Mariela y Alejandro, estuvieran un momento con los padres, Mabel y Walter; el trasiego clandestino del dulce de leche; la noche cayendo a mansalva en el toque de queda y a la que Gloria le oponía el mate y las tortas fritas para guardar esa sensación de equilibrio secreto que dejan los actos cotidianos más simples en los contextos más espantosos.

Pero la historia de Gloria es también una historia de candombes, milongas, tangos y libros. La primera vez que tuve en mis manos el primer tomo de Memorias del calabozo, editado por Tupac Amaru Editorial y escrito por Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, el Ñato, fue gracias a Gloria; lo mismo con el Breviario artiguista, de José María Traibel; lecturas que parecían fetiches del acto de no olvidar. Por otro lado, si hay un tango que cultive ese arte de relacionar la experiencia propia con la música en mi recuerdo de Gloria sería “Se dice de mí”, cantado por Tita Merello, letra de Ivo Pelay y música de Francisco Canaro. Una morocha insolente reinventó una milonga que estaba concebida para ser cantada por un hombre; el pasado turbulento y arrabalero de Merello encontró en esta pieza un excelente motivo para desplegar una voz profunda que había sido criticada, al punto que Carlos Gardel había dicho que era un desastre. Merello revirtió este veredicto e hizo de su canto el símbolo de una insolencia ampliada que sutilmente se advertía en la manera en que Gloria se expresaba de ella, mientras tarareaba esa letra casi sediciosa: “Era tremenda, pero siempre tenía razón.” La voz de Merello se extendía como una bandera íntima en la que abuelas y tías encontraban una irrupción propia en el mundo masculino, un mandato de rebeldía en el que el origen arrabalero, la puesta en duda de los modelos de belleza dominantes y una coincidencia plena entre vida trágica y festiva, poesía cantada y una dignidad febril que corría socialmente de abajo para arriba, hacían de ella un emblema popular, que sería exaltado posteriormente por la industria de masas: “Se dice de mí,/ se dice que soy fiera/ que camino a lo malevo,/ que soy chueca y que me muevo/ con un aire compadrón.”

Merello ha sido reivindicada en nuestros días como una de las precursoras de los feminismos rioplatenses, con todo y una serie de televisión de reciente factura sobre su vida; su canción emblemática, “Se dice de mí”, fue recuperada en otra voz como cortinilla para una telenovela colombiana de alcance mundial.

Pero no hay nada más emblemático en la evocación de Gloria que el “Candombe del olvido” (1979), de Alfredo Zitarrosa. Me ha llevado años de escucharlo, una y otra vez, para sentir, padecer y disfrutar la consistencia poética y musical de Zitarrosa, como si fuera una cápsula de significados y sentires de liberación prolongada. “Candombe del olvido” es sin duda una de las más hondas expresiones de la experiencia latinoamericana en contextos extremos de violencia, olvido y memoria, que recorre en imágenes concretas y en clave de interrogación la vida personal de Zitarrosa; casi por añadidura ‒en un contexto de persecución, tortura y desaparición‒ ese recorrido se transforma en una experiencia compartida, en una poética cantada de la memoria: “Dónde estarán los zapatos aquellos/ que tuve y anduve con ellos./ Dónde estarán mi cuchillo y mi honda./ El muchacho que fui, que responda.”

Y en una expresión de resonancia popular y proustiana, Zitarrosa le pide al candombe que le “devuelva” algo de lo vivido y de lo perdido. Es así que ese olvido deviene en un candombe del recuerdo, como si este posible nombre de la pieza se revelara como el motivo último, quizás dialéctico, de lo cantado:

“El candombe del recuerdo/ le pone un ritmo lerdo al destino/ y lo convierte en un camino.”

El ritmo pesado y torpe, lerdo, de la persecución, la huida y la “derrota”. Gloria anduvo ese camino en silencio, cuando se trataba de pasar desapercibida en las aduanas; a final de cuentas, el destierro por momentos exige “vivir sin pasado”, en un ir y venir entre Venezuela, México y Montevideo, una vez terminada la dictadura. Pero Gloria también viajó del presente al pasado acompañada por sus tangos y candombes, hizo propias sus enseñanzas populares y sus “palabras habladas” fueron también las suyas.

A final de cuentas, como afirmó su nieta Mariela ‒la misma que llevaba de la mano para ver a sus padres por los pasillos de la prisión política‒ en un posible epitafio de Gloria: “Tenía que descansar. Su camino, trompicado en esta tierra. Y ahí estuvo para sostenernos cuando hizo falta.”

Gloria y su memoria de suaves candombes y de tangos cantados por Julio Sosa, Tita Merello, Discépolo y tantos otros, de empanadas y ñoquis, sus olvidos y remembranzas con paisajes de plátanos de sombra cerca de El Prado, “silencios y nombres” que iban de Montevideo a Ciudad de México y viceversa, la dilatación narrada y por momentos alborozada de su palabra viva, murieron el 24 de agosto de 2024. Muchas veces escuché el relato, de diferentes maneras y acentos, casi siempre mediante un rodeo, sobre el episodio de esa noche espeluznante en que la Fuerzas Conjuntas arrestaron a Walter y a Mabel; los pusieron en la parte de atrás del convoy, ya se llevaban también a Mariela y a Alejandro, de cinco y cuatro años en ese momento. Gloria salió de la casa de al lado ‒en el barrio de Sayago‒ y bajó a sus nietos del convoy para quedarse con ellos casi dos años en los que sostuvo ese peso específico ‒modulado silenciosamente por tangos y milongas‒ de la historia en su forma más concentrada… hasta que vino la salida del penal de Libertad y de Punta Rieles, los salvoconductos para dejar Uruguay y la llegada de todas y todos a México en diferentes momentos; revolcados siempre en el merengue de la vida. Quizás es preferible concebir, desde esa voz colectiva de candombes, en los tiempos más duros, que la muerte es simplemente “una ingenua adivinanza” ‒como entonará Zitarrosa por los siglos de los siglos‒ y que la vida seguirá siendo, recargadamente, “problemática y febril”. A veces, la historia también se canta.

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