Evocación personal de Eugenia Revueltas
- Evodio Escalante - Sunday, 30 Mar 2025 10:28



El nombre de Eugenia Revueltas se me apareció como una premonición. Digo bien: como una señal, como un anuncio, como un presagio que podía darle un destino a mis pasos. Debo explicar algo del tiempo y la circunstancia. Despuntaban los años setenta, y el joven durangueño que era yo se encontraba en un atolladero que ahora llamaríamos existencial. Tempranamente casado a los veintitantos, padre ya de un hijo pequeño y uno más por venir, me agobiaba no sólo una situación económica difícil, a falta de un empleo adecuado y a la vez remunerador, sino (esto podía ser todavía más catastrófico) una indefinición vocacional que me mantenía atado a mi universidad provinciana y a una carrera de abogado de la que no sabía bien cómo desprenderme, pues la verdad no me veía a mí mismo litigando en los tribunales. Siempre he dicho que soy mal abogado hasta de mis propias causas. Sabía que me gustaba escribir y había borroneado un par de cuentos y una decena y media de poemas, pero esto no me sacaba del hoyo en que me encontraba ni aclaraba ni siquiera un poco el porvenir. Había conseguido un par de cursos por hora en la preparatoria y mis ingresos por ese concepto no alcanzaban ni para los cafés. ¿Se puede perfilar una vida a partir de la escritura? A la biblioteca de la Universidad, ubicada en el edificio central de la misma, donde tenía yo un empleo como ayudante en la extensión de la cultura, llegaban por correo libros y diversas publicaciones periódicas que había que ingresar y clasificar. En una de esas entregas me sorprendí hojeando un ejemplar de Punto de Partida dentro del que se encontraba una tarjeta de presentación que dejaba leer: “Con los atentos saludos de Eugenia Revueltas. Directora.”
Sin saber nada de lo que podría estar detrás de aquellas letras, pero pensando que el apellido podría indicar que se trataba de algún miembro de la famosa familia de los Revueltas, originaria como se sabe de Durango, imaginé de algún modo que esa persona, quien quiera que ella fuese, podría mostrarse receptiva ante los incipientes intentos de ese durangueño con una cierta inclinación para los asuntos de la literatura. En el mismo ejemplar venía la convocatoria para uno de los concursos anuales que organiza la revista en los terrenos del cuento, la poesía, el ensayo, la obra de teatro y la viñeta, si mal no recuerdo. Animado por esta circunstancia envié algunos de mis textos al concurso de ese año.
Lo extraordinario no fue que en esa ocasión yo obtuviera un tercer lugar o una mención en el concurso, sino que encontrara en Eugenia desde el primer momento, una vez que la conocí en Ciudad de México, una cordialidad a prueba de balas que hacía polvo con una sonrisa mi espantosa timidez de esos años, así como una generosa disposición a apoyar todo lo que fuera mi desenvolvimiento y supervivencia. De tal suerte, lo que era una premonición se convirtió en destino. Animado por su amistad, y acaso también por la desesperación a la que me convocaba mi situación en la provincia, decidí buscar suerte en Ciudad de México, a la que vine en busca de otros horizontes.
Ya en la capital, mientras trataba de obtener algún ingreso escribiendo reseñas en revistas de las que ya no quiero acordarme, solía ir a saludarla al décimo piso de la Torre de la Rectoría, sede por entonces de las oficinas de Punto de Partida. En una de esas visitas me sorprendió por su capacidad de inventarme un puesto de trabajo a partir casi de la nada. Ignoro si ella lo había planeado previamente o fue una inspiración del momento. El hecho es que se asomó esa mañana a su oficina para saludarla su amigo el arquitecto Benjamín Villanueva, entonces director de la Casa del Lago, que también dependía o sigue dependiendo, igual que la revista, de la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM. Echando mano de un talante imperativo que yo no le conocía en absoluto, convenció en un abrir de ojos al arquitecto Villanueva para que abriera un taller de redacción y lo pusiera bajo mi responsabilidad. Seguramente el arquitecto estaba tan sorprendido como yo, que estupefacto veía correr la inesperada negociación, pero no le quedó más remedio que acceder. De esa visita salí pues con uno de mis primeros trabajos en la capital. Tan luego es pronto, la maestra me pidió que redactara el programa del taller y me sugirió, si la memoria no me falla, que buscara apoyo en el Manual de gramática española de Andrés Bello y en un famoso manual de redacción que firmaba un personaje de apellido Vivaldi. Así me convertí en profesor de un taller que tenía lugar todos los sábados por la tarde en el siempre hermoso Bosque de Chapultepec. Ahí me tocó conocer por cierto a Mario Santiago y a una parte de la banda de infrarrealistas, hoy tan celebrados en la novela de Roberto Bolaño. Para fortuna mía, los “infras” (dada su fama de provocadores que ya corría por entonces) nunca se interesaron en mi taller sino en el de poesía que impartía el desaparecido escritor Alejandro Aura.
Por los pasillos de Filosofía y Letras
No es el único favor que le debo a Eugenia. Una tarde la fui a visitar o me la encontré, no recuerdo bien, en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo ya había ingresado a la recién nacida UAM-Iztapalapa, donde me desempeñaba en calidad de empleado “milusos” como ayudante de la maestra Elsa Collera en las tareas de la extensión de la cultura. En cierto momento de la conversación, me preguntó que por qué no hacia una maestría en letras. ¿Pero se puede, maestra? –contesté sorprendido. Recuerde que yo tengo estudios de derecho y no creo que tengan ninguna validez aquí. –Sí, cómo no –me respondió. Analizan su expediente y lo hacen pagar unos prerrequisitos, una serie de materias para cubrir los huecos, y ya está. Animado por sus palabras que me descubrieron una posibilidad que no imaginaba, ingresé a los pocos meses a la Facultad, pagué los prerrequisitos correspondientes y terminé por recibirme de maestro en literatura mexicana con una tesis acerca de las novelas de José Revueltas, en un examen en el que por supuesto Eugenia fue una de los integrantes del jurado.
Que yo estudiara una maestría en letras, por cierto, fue un hecho que consolidó mi posición en la UAM, donde me nombraron profesor de tiempo completo.
Los regalos y los dones
A ella también le debo la perdurable amistad del poeta Marco Antonio Campos, quien fungía como su secretario de redacción en la revista, así como la publicación de mi primer libro de poemas, el volumen colectivo titulado Crónicas de viaje (1975), en el que compartía créditos con Luis de Tavira (que en su juventud escribía poemas de tinte religioso), con el amigo rockero José de Jesús Sampedro y el crítico José Joaquín Blanco, con quien trabé por entonces una amistad que se diluyó con los años.
Cuando el fallecido filósofo Abelardo Villegas fue nombrado director de Radio UNAM, Eugenia me llamó por teléfono una mañana para solicitar que colaborara con un programa de comentarios literarios que pasaría todos los domingos al mediodía. Recuerdo que en los pasillos de la estación me crucé alguna vez con la infatigable Raquel Tibol, quien improvisaba frente al micrófono sin el menor titubeo sus comentarios en el programa dedicado a las artes plásticas. Otro regalo de la vida que le debo a Eugenia fue la amistad de Abelardo Villegas. Creo que la hermosa simbiosis intelectual que había entre Abelardo y Eugenia tenía que ver con su gozosa manera de ver la vida. “Nuestro matrimonio va bien porque antes que nada hemos aprendido a ser amigos”, así lo decían ambos. Abelardo, a pesar de ser autor de una treintena de libros de filosofía en su vertiente latinoamericanista, era en todo momento un hombre generoso, risueño, cordial y siempre dispuesto a ver el lado amable de la existencia. El estereotipo del filósofo atormentado, lo mismo que el del filósofo distraído que se pierde entre los pliegues de una Babel inexistente, quedaba hecho polvo ante este pensador de la cordialidad y del buen sentido que era Abelardo Villegas. Este pensador que sabía reír, y que ponía siempre por delante la alegría de estar aquí, ahora, era al mismo tiempo uno de los críticos más rigurosos de nuestra realidad política mexicana y latinoamericana, como lo mostraba en sus múltiples libros y en sus artículos semanales para la revista Proceso. Recuerdo ahora que se quejaba divertido que uno de sus libros, Autognosis del mexicano, donde prolongaba las indagaciones de sus viejos maestros Samuel Ramos y Leopoldo Zea, hubiera sido ubicado en las librerías en la sección de textos de “autoayuda”.
Podría contar otros episodios de esta larga amistad con la siempre activísima Eugenia Revueltas. Recuerdo haberle sugerido alguna vez que relajara su ritmo de trabajo. Pero ella resuelve el asunto remitiéndose a un dicho español de factura octosilábica, seguramente aprendido en alguno de sus admirados dramaturgos de los Siglos de Oro: “Para las penas, faenas.” Y no hay más que decir, pues aquí se encierra también un ejemplo y una enseñanza. Estimo que estos pocos y apresurados trazos pueden evocar la enorme deuda que tengo en lo personal con Eugenia Revueltas. Sin su apoyo incondicional, sin su ciega confianza, yo no sería lo que soy. En el cuento de hadas de mi existencia, si es que algo tiene de cuento, ella ha sido como el hada madrina. Conocerla ha sido uno de los regalos más grandes que me ha dado la vida.