




Las profundidades del mal y la redención
Vals para lobos y pastor, del poeta y ensayista Ernesto Lumbreras, se basa en los sucesos que condujeron al asesinato del pastor John Luther Stephens en Ahualulco de Mercado, Jalisco, en 1874 y que registró en El crimen del pastor John Stephens. La historia novelada obtuvo el Premio Rosario Castellanos en 2022. Lumbreras, nativo de esa localidad, reconoció que supo de esa historia hasta su vida adulta. El crimen acaeció en el contexto de la apertura de la libertad de cultos iniciada con las Leyes de Reforma. Siendo una “novela de poeta”, no deja de apreciarse desde el principio el lenguaje y las referencias. Los vuelcos poéticos son una constante, aunque no impiden que la historia se despliegue con fluidez en una vorágine que atrapa y lleva de la mano hacia los conflictos.
La primera parte rastrea el pasado de Stephens mediante un auténtico recorrido geográfico e interior. Se demora ocho capítulos en acompañar su conciencia y sus avatares desde su infancia galesa hasta su traslado a Estados Unidos. En camino a su transformación espiritual Stephens abre varias puertas, incluida la del crimen. Su peregrinaje vital es expuesto como un anticipo de lo que vendría al convertirse en misionero protestante. Sus primeros años son una auténtica inmersión en los abismos del mal. Llevado por las circunstancias a convertirse en un gambusino experimentado, la ambición de sus compañeros lo lleva a cometer asesinatos y a experimentar la soledad brutal. A los lejanos días de su infancia soñadora les sigue una cadena de duras experiencias que lo conducirían a convertirse en candidato a ejercer una labor religiosa.
En tres secciones diferenciadas en letra cursiva se redefine el destino de Stephens en la ruta de la redención espiritual. Abandonado y en medio de un triste aislamiento, el relato lo muestra tal como lo anuncia el título del capítulo “Hospital de hadas para un gambusino”, inmerso en una fantasía que lo depositará en los brazos de la divinidad. Mezclando sueños, recuerdos y la cruda realidad, Stephens desembocará, en medio de la lectura de una obra histórica improbable de William H. Prescott, en una nueva condición.
En esos pasajes alucinantes el lenguaje poético aflora con una intensidad que transmite su estado de ánimo y lo lleva a las alturas acordes con lo que estaba por vivir. Stephens llega a San Francisco para compartir su suerte con una multitud de pordioseros. La suerte estaba echada para la aparición de lo sagrado… En una iglesia congregacional se topa con gente necesitada y es allí donde escucha las notas de un órgano que lo transportan a otra dimensión y lo conducen a una conversión inmediata. El impacto de esa música fue apremiante y tuvo que acercarse a quien la interpretaba. Es una experiencia espiritual fulminante. Como parte de la experiencia mexicana, el encuentro de Stephens con el reverendo Sutherland lo saca de la inercia. A partir de entonces, y ya comprometido para casarse, prepara su ordenación, pero al ser amenazado por un mensaje anónimo, opta por emigrar a Guadalajara. Llega finalmente a San Blas, donde la realidad del país supera todas sus expectativas.
Con todo este cúmulo de realidades implicadas, la oposición entre civilización y barbarie estaba ante él, expuesta con enorme contundencia. El último capítulo concentra el drama a que estaba destinado Stephens: el contexto político, las acciones de los misioneros, el rechazo al protestantismo, la intervención de las autoridades y el traslado a Ahualulco. Todo un caldo de cultivo entre un fuego cruzado de católicos contra protestantes. Al final, retornan las cursivas para mostrar lo que habitaba en su conciencia: en una carta para su prometida, habla de la pobreza e injusticia que abatían a los habitantes de ese lugar. Stephens llegó en noviembre de 1873 y pocos meses después las cosas comenzaron a complicarse. Rodeado e intimidado, sus amigos llegan armados a tratar de protegerlo, pero él se inconforma.
En la contraparte católica, el sacerdote Reinoso se agazapa para dar el golpe mortal fingiendo una buena actitud. A inicios de marzo vendría la tragedia, el asalto final a la casa del reverendo. Después del culto dominical aconteció el ataque. Se narra de manera algo impersonal lo sucedido y allí aparecen las palabras de Reinoso, una auténtica orden “evangélica” para perpetrar el crimen: “El árbol que da frutos malos…”.
Este horror plasmado fríamente tiene una continuidad literaria impecable: el misionero se convierte en un fantasma rulfiano que observa todos los hechos posteriores. Su reflexión es desencantada y amarga: “Alguna madrugada del próximo siglo, por qué no, llegará la auténtica expiación de mi crimen.” Sin cumplir los veintisiete años, Stephens encontró la muerte en un país inesperado. Las últimas secciones de la novela envuelven la tragedia con un halo de fantasmagoría que refleja las dimensiones del terrible suceso. La novela es una gran combinación de realidad y fantasía, así como la denuncia puntal de un crimen ocasionado por la intolerancia l