Un terremoto llamado Teresa Wilms Montt

- Evelina Gil - Sunday, 30 Mar 2025 10:16 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Una vida a toda prisa, intensa, apasionada y valiente, según nos la presenta el siguiente artículo, fue la de Teresa Wilms Montt (1893-1921), talentosa poeta y narradora, autora de 'Inquietudes sentimentales', 'Cuentos para hombres que todavía son niños', 'Iniciación', 'Lo que no se ha dicho', 'Diarios íntimos', entre otras obras.

 

Veintiocho años de la vida de una joven “disoluta” pueden comprimirse, groseramente, en catorce renglones cargados de detalles salpicados de sexo, drogas y foxtrot, como el prólogo a la más reciente edición de los Diarios íntimos de Teresa Wilms Montt. Pero si, por casualidad, la muchacha en cuestión posee dotes literarias extraordinarias, valorándola, claro está, no con un rasero igualitario, sino considerando que, por su sexo, no ha recibido una educación que se diga esmerada, más allá de llenar planas de un cuaderno con la palabra obedecer, merece, supongo, más que una autopsia de su intimidad.

 

La iniciación de Teresa

Teresa Wilms Montt nació en Viña del Mar, Chile, el 8 de septiembre de 1893, y tuvo una vida de excesos similar a la de los rock stars, lo que, por un pelito, la lleva a morir a los significativos veintisiete años. Desde pequeña fue consciente de no ser como las otras niñas. Segunda de seis hermanas, sexta en la escala de afectos de su madre. El gran tema de Teresa, conocida asimismo como Tebal y Teresa de la Cruz (su nombre de novicia), fue su infancia, sobre la que hizo una nouvelle someramente titulada Iniciación. A las seis hijas del matrimonio compuesto por Federico Guillermo Wilms y Brieba, de origen alemán, y Luz Victoria Montt y Montt, hija del presidente chileno Manuel Montt, entre 1851 y 1861, las caracterizó una extraordinaria belleza que permitió al matrimonio dormir tranquilo, pues no sería difícil asignarlas con los mejores partidos. Teresa, según su madre, era “la fea”, aunque los retratos y el impacto que causaba en los hombres desmiente por completo dicha apreciación. Me pregunto si sus hermanas poseerían esos inmensos ojos de un azul lacerante, luciferinos más que celestes. Desde pequeña solía esconderse de la avasallante moralina de su madre e institutrices, “esas vírgenes caducas”, para leer novelas rosas que encendieron precozmente su imaginario erótico. Luz Victoria Montt y Montt experimentaba horror por su propia hija que, definitivamente, no pertenecía a este mundo sino al tártaro. No le temía ni a los terremotos, que en Chile menudean. Mientras los demás corrían y se jalaban los cabellos, aquella niña de trigueñas trenzas y mórbidos ojazos contemplaba, quieta como muñeca de porcelana, el caos y la histeria. A los diecisiete se casó, contra la voluntad de sus padres, con quien parecería un excelente partido, Gustavo Balmaceda Valdés, sobrino de otro presidente de la república, José Manuel Balmaceda (1886-1891), aunque presiento, como la propia Teresa, que su madre la deseaba solterona, acaso por temor a los desajustes mentales sobre los que la alertaban sucesivas institutrices. El temperamento de Teresa me recuerda mucho el de la enorme uruguaya Delmira Agustini, aunque, a diferencia de ésta, la chilena no contaba en lo absoluto con el apoyo de sus padres. El matrimonio con Balmaceda resultó poco menos que desastroso, pues el muchacho era un bon vivant y muy afecto a la bohemia. Lejos de molestarle que Teresa, en estado etílico, trepara a las mesas para sacudirse mientras se sacaba alguna prenda, era el primero en vitorearla. Procrearon dos hijas, Elisa y Sylvia Luz, muy pequeñas aún cuando Teresa se encaprichó con un primo de su esposo, Vicente Balmaceda Zañartu, y pidió el divorcio a Gustavo para casarse con su amante. Pese a su inicial repudio contra Gustavo, los padres de Teresa tomaron partido por él y estuvieron de acuerdo en que la muchacha fuera recluida durante tiempo indefinido en un convento, hasta que entrara en razón, cosa que nunca sucedería. Fue durante ese período que Teresa redactó su famoso diario, en el que además copiaba las cartas que su amante le hacía llegar a través de una amiga en común a la que la escritora se refiere como “Paul”. La vida conventual no fue exactamente una pesadilla, acaso porque el temperamento febril y romántico de la joven escritora la consideraba imprescindible para sazonar su trágica historia de amor. Escribe durante las noches, incluso bajo la vigilancia de una novicia que se hace la desentendida mientras borda o lee la Biblia. En algunas ocasiones menciona cuánto extraña a sus hijitas, pero son mucho más frecuentes las alusiones a lo mucho que su cuerpo echa de menos el de Vicho. Cuando ella comprende que nunca conseguirá el divorcio, que la pasión de su amante se ha enfriado a través de los meses, la joven no tiene empacho en planear una escapada espectacular con su buen amigo, el gran poeta Vicente Huidobro, y terminará en Buenos Aires donde el ambiente es mucho más relajado que en la puritana Chile, aunque esto implique dejar atrás todo cuanto ama, incluidas sus hijas.

 

Viajes y depresión

Publicó un total de cinco libros de poesía y relatos, siendo los dos primeros, Inquietudes sentimentales y Los tres cantos, de 1917. Fue de las primeras en adoptar la grosera moda de los pantalones que, ya por el simple hecho de portarlos, la adscribía a un inmoral club. Pero Teresa no podía estar demasiado tiempo en el mismo sitio, ni con las mismas personas. Le ganó su parte espiritual, que vaya que la tenía, por lo que se embarcó con rumbo a Nueva York con la intención de colaborar como enfermera durante la primera guerra mundial. El traslado, sin embargo, se complicó pues ella correspondía con las señas de una muy buscada espía alemana, por lo que permaneció encerrada durante una semana en su camarote hasta que se le ubicó como ciudadana chilena, hija de buena familia y adúltera. Cayó en Barcelona, donde coincidiría con su compatriota y futuro suicida, el narrador Jorge Edwards Bello, que le facilitó su ingreso a lo más selecto de la intelectualidad de aquella ciudad, donde causó sensación con su vestal hermosura y talento literario. En 1920, tras cinco años de no ver ni saber nada de sus hijas, tuvo oportunidad de encontrarse con ellas en París, pero tras convivir muy brevemente con ellas se sumió en una voraz depresión. Ingirió una dosis letal de Veronal en una fecha harto significativa, muy probablemente durante alguna de aquellas fiestas rumbosas que no se perdía o, excepcionalmente, encerrada en el cuarto de una modesta pensión, la Nochebuena del 24 de diciembre de 1921. Dejó inconclusa una novela intitulada Del diario de Sylvia, cuyos fragmentos se recogen en el libro misceláneo Lo que no se ha dicho.

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