Bemol sostenido
- Alonso Arreola | @escribajista - Saturday, 05 Apr 2025 22:17



“La belleza se encuentra en la apreciación de lo inesperado”, dijo John Cage, luego de darle un trago a su taza de café (así lo imaginamos). Lea esa cita de nuevo, por favor. Si se fija, lectora, lector, el gran compositor no habla en esa sentencia (aceptada como tal por la Real Academia) sobre proporciones áureas, colores o equilibrios; no habla de distancias, medidas o diversidades, tampoco de culturas, historia o estéticas geográficas. Habla, simplemente, de lo inesperado. Si nos concentramos en ello, si lo pensamos un par de veces, concederemos que esa belleza nace en la disposición de quien experimenta algo raro desde la humildad reflexiva y no de desde la certidumbre otorgada por tiempo, experiencia, estudios o dinero. Todo ello puede aportar en la amplitud de una perspectiva, cierto, pero también puede afectar negativamente, menospreciando o destruyendo los valores de la sorpresa llana.
“El arte es una forma de resistencia; una manera de desafiar las normas establecidas y cuestionar la realidad imperante.” Esa frase, por otro lado, es de Alberto Giacometti. Nos parece interesante su diálogo con la de Cage porque, a diferencia de aquél, el escultor italiano toma una postura abiertamente rebelde, subrayando el valor de lo que confronta al estatus quo.
Ambos artistas, desde luego, coinciden en su interés por una suerte de incomodidad, nuestro asunto de hoy y, además, tema de una obra de teatro que acabamos de ver en el Teatro Libanés de Ciudad de México. Una pieza que se llama ‒simple y precisamente, relacionándose con las múltiples y perennes polémicas sobre definiciones e interpretaciones‒ Arte.
Su impulso es simple: el soltero entre tres amigos ha comprado una pintura abstracta, blanca, muy cara. Los otros dos se vinculan a ella desde momentos vitales divergentes. El escenario gira otorgando puntos de vista complementarios y en la dramaturgia y dirección se privilegian momentos de magnífica introspección lumínica.
El guión de Yasmina Reza, estrenado en París en 1994, es realmente bueno. Prueba de ello es su longevidad y pertinencia. La actualización, improvisación y abordaje que vemos hoy, empero, son fruto del director Cristian Magaloni y sobre todo del oficio disímbolo de quienes la actúan.
Fernando Bonilla exhibe la influencia tradicional de su apellido; nos hace sentir el tinglado. Alfonso Borbolla (el de Backdoor, sí), brilla por su improvisación, aún corriendo el riesgo de repetir el eje de sus personajes cómicos. Finalmente ‒o primeramente‒ está Mauricio Isaac, a quien apreciamos de manera especial. Él es un virtuoso cuyo trabajo en escena disuelve la conciencia de que estamos en un foro, en una butaca, un miércoles por la noche. ¡Qué lograda combinación!
¿La música? Es tan minimalista como el cuadro en disputa. A la manera de la película Birdman, de González Iñárritu, consiste en ritmos irregulares de una batería que apenas esboza cimientos. Es perfecta, aunque nos hubiera gustado que por momentos subiera su volumen.
Lo único que lamentamos es que el público se vea constantemente contagiado por el aura del Chespirito que tantas veces pisó esas tablas. Su risa fácil, mal colocada, nos recuerda lo mucho que se requiere de… sí… la bendita incomodidad.
Esta columna, en el mismo sentido, no busca ser un ensayo, ni una reseña, ni una recomendación… es otra cosa… Acaso un esbozo de madrugada clara. Disculpe usted. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.