La música que llegó para quedarse... o el amor está en cada habitación
- Rafael Aviña - Saturday, 05 Apr 2025 21:33



Para aquellos y aquellas que amé, amo y amaré siempre.
Hace pocas semanas se cumplieron cien años del nacimiento de Paul Mauriat, músico, compositor y arreglista francés totalmente desconocido para las nuevas generaciones, que no sólo marcó una época con su estilo ligero, meloso, romántico y popular en un contexto en el que prevalecían las grandes orquestas, las cuales no sólo tuvieron un impacto mayúsculo en las estaciones de radio de los años sesenta y setenta, sino que en su momento e incluso hoy en día, el cine y la televisión siguen trayendo a la memoria sus pegajosas melodías no exentas de instantes bellos y evocadores.Las interpretaciones de Mauriat compartían espacio con decenas de excepcionales arreglistas y líderes de exitosas agrupaciones musicales de la época, como: Los Anillos de Bronce, Henry Mancini, Burt Bacharach, Ray Conniff, Hugo Montenegro, Roger Williams, Percy Faith, Frank Pourcel y muchos más.
Nacido en Marsella, en marzo de 1925 y fallecido en noviembre de 2006, Paul Mauriat empezó a tocar el piano desde los cuatro años y a los diez ya estaba inscrito en el Conservatorio de Marsella. Con diecisiete años de edad tenía su propia banda de jazz y música popular, con la que logró convertirse en director musical de cantantes de excepción de ese momento, como Charles Aznavour y Maurice Chevalier. Su composición “Mi credo” fue un éxito en la voz de Mireille Mathieu y, en 1967, su versión instrumental del tema compuesto por André Popp y Pierre Cour, “L’amour est bleu” (el amor es triste), vendió más de dos millones de discos.
Incluso, en la película española-mexicana El golfo (1968), dirigida por Vicente Escrivá y con múltiples locaciones en Acapulco, “El amor es triste” es interpretada por su protagonista, el cantante español Raphael en su papel de Pancho, simpático “nativo” acapulqueño que conquista a una turista estadunidense (Shirley Jones) acosada por playboys latinos sin escrúpulos, interpretados entre otros por Pedro Armendáriz Jr., Héctor Suárez, Gregorio Casal y Gilberto Román.
En Estados Unidos la versión de Mauriat de “El amor es triste” no sólo fue la número uno en las listas de popularidad por varias semanas, sino que ese mismo tema apareció en decenas de series de televisión y en algunas películas; es el caso de dos episodios de Los Simpson, en la teleserie Millenium, interpretada por Lance Henriksen como un exagente del FBI con la capacidad de conectar con la mente de terribles psicópatas. El tema también aparece en la temporada 6 episodio 5 de Mad Men, serie ambientada en una agencia publicitaria neoyorquina en los años sesenta, con Jon Hamm como arrogante y seductor director creativo de una exitosa firma que oculta un secreto de personalidad.
En la década de los setenta Paul Mauriat tuvo varios hits como “Y morir de placer”, que era el tema que se escuchaba al inicio de cada uno de los 760 capítulos de la telenovela mexicana El amor tiene cara de mujer, con Silvia Derbez, Irma Lozano, Irán Eory y Lucy Gallardo, dirigida por Fernando Wagner. Con éste, otros más como “Penélope”, “Canción para Anna”, “Esos fueron los días” o “Mamy Blue”. No obstante, su tema “Chariot”, compuesto en 1961 junto con Frank Pourcel, se trastocó en un fenómeno musical cuando la cantante estadunidense Little Peggy March la grabó en 1963 bajo el nombre de “I Will Follow Him” y que fuera un momentáneo éxito en México en voz de Enrique Guzmán: “Yo te seguiré”. Por cierto, “Chariot” y “I Will Follow Him” han sido escuchadas en decenas de películas y series televisivas, como la cinta italiana de sketchs Nadie engaña a una mujer, Buenos muchachos, Cambio de hábito (1 y 2), Pequeños secretos o Los Soprano, incluso en el polémico mediometraje de Kenneth Anger: Scorpio Rising (1963), sobre un grupo de motociclistas nazis y homosexuales que fuera influencia de Lynch y Scorsese.
No obstante, mi tema favorito de Mauriat de aquellos años setenta es “El amor está en cada habitación”, una pieza instrumental que tiene la fuerza, la melancolía y la nostalgia de esa época y que engloba en su totalidad toda aquella música que llegó para quedarse; una canción que formó parte de un ecosistema emocional de varios de los que fuimos niños y/o adolescentes de aquel instante extraño, ingenuo y agridulce.
La música era esencial
Tal vez a mediados de 1974 o al inicio de 1975, con catorce o quince años, acepté un trabajo raro y en suma rutinario que, sin embargo, fue una labor que desbordó mi imaginación de una manera insólita y que compartí en un inicio con mis hermanos Javier y Antonio. No teníamos un turno fijo, a veces íbamos juntos, a veces cada uno tomaba el horario que más le gustaba o convenía. Podíamos empezar muy temprano o incluso en la noche. El asunto era que en un dúplex semivacío de Villa Coapa que sólo contaba con dos mesas de madera muy amplias, una en cada recámara y algunas sillas, teníamos la misión de cortar unas láminas de papel couché y colocarlas dentro del marco de unos cuadros de plástico que simulaban molduras de pasta de madera muy elaboradas. Se trataba de cientos de reproducciones de pinturas de artistas famosos, empezando por la mismísima Gioconda. Aquellas copias las insertábamos dentro del marco que cerraba a presión, encapsulando a Velázquez, Chagall, Klimt, Miguel Ángel, Vermeer, Rembrandt, Van Gogh, Monet y muchos más, quizá ni siquiera conocidos. Láminas que incrustábamos en esos marquitos furris, como les decía mi madre, y que se vendían en ferias, mercados fijos o sobre ruedas, y sobre todo en provincia. Nuestra cuota mínima era de unos 250 cuadros por turno. No recuerdo cuánto nos pagaban pero era una absoluta miseria: ¡centavos por cuadro!
Cuando compartía el espacio con mis hermanos platicábamos, reíamos o escuchábamos música. Justo era eso lo que me ayudaba a concentrarme cuando me encontraba ahí solo. Evoco la presencia de una radio color rojo que se conectaba a la toma de corriente, al tiempo que intentaba descifrar e incluso buscar más tarde en las enciclopedias de mi casa las pinturas que recortaba. No sólo eso: echaba a andar la fantasía e imaginaba centenares de historias y escenas que intentaba plasmar después en un cuaderno. Concebía en mi cabeza pequeños argumentos cinematográficos o relatos y pasajes novelados que, según yo, en un futuro próximo o lejano, desarrollaría. Vislumbraba para mí un promisorio futuro literario o fílmico acompañado de alguna golosina, fruta, sándwiches o tortas que mi hermosa madre me obligaba a llevar. Pero, sobre todo, lo que más evoco son aquellos temas musicales de Mauriat y otros más. Antes de alcanzar la adolescencia advertí que la música me era esencial para imaginar, escribir, trabajar. Incluso, la música también resultó primordial para mi despertar sexual.
Ahí, en la soledad y el silencio de ese dúplex de Villa Coapa, al tiempo que separaba con sumo cuidado en una guillotina cientos de láminas para colocarlas más tarde en aquellos endebles cuadros de plástico, mis oídos, mi cabeza, mi cuerpo, mi alma entera, se estremecía con estaciones y programas como Radio Trece, “lo más selecto de la música popular y lo más popular de la música selecta”, o Radio 6:20, “la música que llegó para quedarse”. En el 1290 del cuadrante de amplitud modulada me deleitaba con Anatomía de un LP, o Las 13 grandes de Radio 13. Y en el 6:20, también de AM, me emocionaba oír aquel tema de la película de James Bond, Desde Rusia con amor, o “Caminando desde Regio”, del soundtrack de Shaft, que utilizaban como cortinillas musicales.
Mis emisiones favoritas eran El directorio de la música que llegó para quedarse, Gracias por el recuerdo y Las que llegaron al Hit Parade. Mi cerebro y mis oídos se colmaron de los sonidos y el estilo de Stanley Black, Frank Pourcel, Paul Mauriat, Los Anillos de Bronce y su tema “Senza fine”, Al Caiola, Lalo Schifrin, Ennio Morricone, John Barry, Isaac Hayes, Elmer Bernstein y otros, así como varios de los creadores del bossa nova: Antonio Carlos Jobim, Joao y Astrud Gilberto, Vinicius de Moraes, Marcos Valle, Eumir Deodato, Sergio Mendes y su ritmo cadencioso y romántico que compartía con mi tío Carlos.
Atmósferas sonoras
Otro de los programas que aún reverberan en mi cabeza era Panorama del jazz, de Radio Universidad, en la banda de frecuencia modulada, que transmitía desde la torre de Rectoría en Ciudad Universitaria. Así pude acceder a personalidades como Miles Davis, Charlie Parker y John Coltrane, a Toots Thielemans, Clifford Brown, Lee Morgan, Stanley Clark, Coleman Hawkins, Bill Evans, Thelonious Monk, Wayne Shorter, Dave Brubeck, Wes Montgomery o Pat Martino… el jazz y la música instrumental y de películas eran algo más que sutilezas y rarezas musicales, eran atmósferas sonoras que me envolvían y estimulaban la imaginación y los sentidos.
Sin embargo, cada vez que escucho la versión de Mauriat de “El amor está en cada habitación”, no puedo evitar que se me llenen los ojos de emoción y sentimiento, y recuerdo entonces a ese adolescente que era yo, guarecido bajo aquellas paredes desnudas donde no había un solo cuadro a pesar de los miles que fabricábamos. Ese tema me provoca una mezcla de alegría, tristeza y nostalgia. A veces imagino que me gustaría desafiar las leyes el tiempo y el espacio y abrazar a ese adolescente y advertirle que la vida no es fácil, que perdonar y ser perdonado es un privilegio, y prevenirlo de algunas acciones para cambiar su destino. Por desgracia, como eso es imposible, sólo me queda estrecharlo profundamente desde la memoria lejana mientras suena distante “El amor está en cada habitación” y los ecos de Radio 6:20 o de Las 13 grandes de Radio 13 y susurrarle al oído que, pese a todo, la vida vale la pena con todos sus errores y sus noblezas.