A 75 años de su publicación: La luna y las fogatas de Cesare Pavese: era el destino

- Marco Antonio Campos - Sunday, 13 Apr 2025 12:33 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Poeta, narrador y ensayista, Cesare Pavese (1908-1950) es, a no dudarlo, una de las figuras más importantes de la literatura italiana del siglo XX. Es autor del famoso poemario 'Trabajar cansa' y también de cuentos y varias novelas, entre ellas 'La luna y las fogatas', objeto de la siguiente glosa comentada con acierto de lector bien informado.

 

El año de 1950 trajo a Cesare Pavese cuatro hechos en intenso rojo: su desdichado amor por la actriz estadunidense Constance Dowling, la publicación en abril de La luna y las fogatas, el prestigioso Premio Strega dado en Roma en el mes de junio y su suicidio la noche del 26 al 27 de agosto en el hotel Roma de Turín. Murió en plena fama y en el verano de sus dones literarios. Las páginas de su Diario (Il mestiere de vivere) en el curso de marzo a agosto de 1950 se lee con avidez dolorosa por las claves de lo que uno sabe que ocurrirá. Pavese, que se ocupó tanto del mito, nunca se imaginó que casi de inmediato se volvería un mito.

“Cada novela de Pavese tiene un tema oculto, una cosa no dicha que es la cosa verdadera que él quiere decir y que se puede decir sólo callándola”, escribió su amigo Italo Calvino (Revue des Études Italiennes, núm. 2, abril-junio de 1966). Pavese se acostumbró a escribir espléndidas novelas cortas, y la última de ellas, La luna e i falò (La luna y las fogatas) es una obra maestra: como estructura en los movimientos del presente y los pasados, como juego de puntos de vista del sujeto que narra, como descripción de los sitios que nos hacen sentir las cosas y los elementos de la naturaleza y los instrumentos de trabajo... Pavese tenía un oído educado y la novela se lee como una pieza musical que nos acompaña. En Pavese poesía y prosa se hermanan.

Uno de los temas cardinales de la novela, en una variación bíblica, es el regreso del hijo pródigo a una tierra donde no nació pero creció hasta la primera juventud, porque en ese tiempo de su nacimiento (pensemos en la primera década del siglo XX), se adoptaba a niños huérfanos en los hospitales y el Estado le daba a la familia cinco liras mensuales; o en otra variación se podría decir que la novela trata del hijo pródigo bastardo que regresa a la casa donde ya han muerto los padres. Anguilla vivió hasta los trece años con su familia prestada, sus padrastros (Padrino y la Virgilia) y dos hermanastras (Angiolina y Giulia) en un cassotto, una pequeña vivienda mísera situada en la colina de Gaminella, pero al trasladarse la familia a Cossano, cuando él tenía trece años, va a trabajar a La Mora, rica propiedad de Signor Matteo, donde gana cincuenta liras al mes, hasta que un día decide irse a la aventura y tardará veinte años en regresar.

Vuelve a Génova luego de la Liberación italiana de la segunda guerra mundial, cuando anda por los cuarenta años, y revisita el Basso Piemonte, probablemente en 1947, y regresa por quince días el año siguiente. Vuelve a andar por los pequeñísimos pueblos y en las infinitas colinas. El personaje que dice “yo” no tiene nombre, como observa Italo Calvino. Tiene el alias de Anguilla. En las dos décadas de ausencia Anguilla ha vivido algunos años en Génova trabajando de soldado, en las callejuelas y el astillero, y después ‒tenía orden de arresto‒ lo embarca una amiga de urgencia por cuestiones políticas a Estados Unidos. Luego de haber hecho la América, o mejor, su América, más en California y Arizona, de haber hecho fortuna, o al menos conseguido algo con lo cual podría comprar una propiedad en la provincia, no se decide a enraizarse en la zona. Al paso de los días se pregunta qué queda de la vida que vivió hasta su primera juventud. “Los muchachos, las mujeres, el mundo no han cambiado en nada. Ya no traen el parasol, el domingo van al cine, dan el grano al almacén, las muchachas fuman ‒y sin embargo, la vida es la misma, y no saben que un día mirarán en torno suyo y también para ellos todo habrá pasado.” A la vuelta los habitantes ya no le dicen Anguilla, sino el Americano o “el de La Mora”, y los padres le muestran a las hijas por verlo un pretendiente idóneo.

La novela está narrada desde el punto de vista de Anguilla y hace hablar con su voz a los demás personajes, destacadamente al carpintero y excelente clarinetista Nuto, guía y amigo entrañable, pocos años mayor que él, de simpatías socialistas, quien nunca salió de la tierra natal y con quien tiene el mejor entendimiento y quien mejor lo entiende. Anguilla entiende más de las cosas del mundo porque ha viajado, pero Nuto siempre supo más qué es la vida, y Anguilla sabe oírlo y Nuto se siente bien de ser oído. Nuto cuando joven “tocó el clarín diez años en todas las fiestas”, pero luego lo dejó colgado en una pared.

A su regreso después de la guerra, hay un muchacho raquítico, cojo, de diez años, Cinto, hijo del aparcero Valino, a quien Anguilla le acaba tomando un gran afecto y quien le recuerda cómo era él mismo en los años de su niñez, que le causa remordimiento y le hace pensar que debió quedarse en la provincia donde creció (aunque tuviera la mala estructura corporal de Cinto). En ese juego de ambivalencias, Anguilla reconoce que su ida al mal sueño americano fue más una fuga que un acto de valentía. Muerta su mujer, Valino cohabita con la cuñada. En la casa de miseria viven también la abuela, una hija y Cinto.

 

“Eso que se hace sin saberlo”

Las mujeres de la novela, por su carácter, muy atractivamente pavesianas, son dominantes o rebeldes, que no por eso les irá bien, o de otro modo, son sumisamente apagadas, casi invisibles. Hijas de propietarios o aparceros o campesinos, con menos o más posibilidades económicas, a las más dotadas se les aparecen los jóvenes como un enjambre de abejas para picar, o al menos, intentarlo.

Sin duda las más atractivas para Anguilla son la rubia Irene y la bruna Silvia, hijas de S(ign)or Matteo, dueño de la rica propiedad de La Mora, donde Anguilla trabajó desde que dejó a la familia de Padrino y la Virgilia, hasta cuando se fue a Génova, muchachas a quienes anheló y quienes quedaron vivamente en su recuerdo como un clavo ardiendo, con la melancólica comprensión de que no podía ser, que no podía alcanzarlas ante todo por la diferencia de clases, siendo él un bastardo, un campesino ínfimo, un servitore di campagna, en suma, un pobre, un muchacho, nada. Bailes y fiestas eran en Canelli, en especial en El Nido. Estaba la propiedad del señor Mateo y las casas-palacios. En una de esas fiestas en El Nido, el adolescente Anguilla, que las acompañaba de lejos, se dice con tristeza: “Qué no habría dado por ser uno de esos jovencitos y bailar con ellas.” En el capítulo XV Anguilla cuenta qué y cómo eran los trabajos y los días en el campo de la propiedad de Señor Mateo.

De las dos jóvenes, Silvia es más libre y pasea y va a fiestas y a bailes y se acuesta aun con los camisas negras fascistas, sobre todo uno, un fascista milanés de cincuenta años, “quel Lugli”, casado, con hijos mayores, que la engaña como quiere y la deja hecha un guiñapo. Por otra vía, Irene, quien era la más tranquila y quería una vida tranquila, es engañada por el Cesarino, un condesito ridículo, un parásito social, que se casa con ella, la despoja de sus bienes y la desecha como quien se quita de un manotazo una mosca en el traje. Muy jóvenes, con sus ambiciones estropeadas, mueren: Silvia, en un aborto clandestino, cuando aún habita y trabaja Anguilla en La Mora; cuando Anguilla regresa a la comarca se entera de que Irene ha muerto también. La hermana más chica, Santina, la más bella, que era una niña cuando él se fue a Génova y luego a Estados Unidos, resultó, le dijo Nuto, “puta y espía”, que se metía también con cuanto fascista se topaba en el comune de Alba, y que en la guerra políticamente hacía el doble juego, pero pasándole la verdadera información a los fascistas. “La puta del verdugo”, la define despreciativamente el carpintero socialista en otra parte. Su historia se la cuenta Nuto a Anguilla en el capítulo final del libro ‒la guerra ha terminado‒, cuando después de un rápido y mal armado juicio por los partisanos, es sentenciada a muerte y es fusilada por la espalda al pretender huir, y más macabro, incinerada en el lugar donde cayó. Pero Nuto es quizás un tanto injusto: la Santina era una veintiañera, con una familia quebrada, que buscaba ganarse la vida y sobrevivir en los años de fuego. Es una de esas historias ambivalentes o secretas que sabía contar muy bien Pavese, ese secreto que resaltaba Calvino como una gran cualidad del piamontés. Ninguna de las tres hermanas alcanzaría a vivir los treinta años. Sólo quedaron sombras de ruinas de la familia de Signor Matteo. Era el destino que las llevaba sin tener ellas conciencia.

Hay un personaje importante, el cura manipulador, un inquisidor ínfimo que desde su iglesia parece vigilar a cada uno de los habitantes de los pequeños pueblos. Es una sombra denodadamente hostil.

La imagen emblemática de la comarca, la cual da título al libro, es la que Anguilla recuerda de los años de infancia y juventud: la noche de San Juan cuando “toda la colina se encendía […] cuando bajo la luna ardían las fogatas en Cassinasco”.
La luna y las fogatas.
Una imagen alucinante que le parece al lector una muralla de fuego que divide para el personaje los años y el mundo.

Pavese nos hace seguir en imágenes o escenas esos paisajes a los que tanto amó, como viñedos, áreas de cultivo, llanura, bosques con sus frutos, plantas y flores, senderos ríspidos, las orillas del río Belbo, senderos en los cuales se trasladan en carretas pequeñas, caballos, bicicletas, motocicletas o arduamente a pie. Así también se trasladan a los pueblos, hacia Acqui, Belbo, Canelli, Calamandrana, Cassinasco, Castiglione, Calosso, Cossano, Gaminella, Nizza, el Salto, Alessandria… Canelli parece el centro de todos.

El paisaje estadunidense Pavese lo habrá conocido a través de la literatura y los filmes, donde destacan el desierto y el mar. Fresno, California, es la ciudad donde mora más, y es la ciudad donde conoce y vive con Rossane. Anguilla narra la relación de ambos en el capítulo XXI, uno de los más tristes de la novela. Tal vez Rossana sea en alguna medida el modelo sublimado de Tina, la donna de la voce rauca, quien fue el primer gran amor
de Pavese, o sea, en la literatura Pavese alcanza lo que no le dio la vida. En algún momento, cuando vive en Estados Unidos, habla de nuestro país en una forma conmovedora: “Es necesario que vaya a México, apuesto que es el país que se hizo para mí.” Las cuatro o cinco veces que habla de México o los mexicanos lo hace con clara simpatía.

En la provincia, en ese pequeño y áspero mundo del Basso Piemonte, en el hombre importan la seriedad y el trabajo. Como dice S(ign)or Matteo, algo que resume una manera de vivir en la región: “un hombre que juega y no tiene un pedazo de tierra, no es un hombre”. Esa comarca, ese pequeño y áspero mundo, a los habitantes los ciega la ignorancia y no deja de tener mucho de primitivo y brutal. Basta leer, como en un continuo escalofrío, las páginas donde el mezzadro Valino mata, en un acceso de furia enloquecido, a la hija y a la abuela, incendia la casa y luego el corral donde mueren quemados por las llamas la vaca y el perro. Cinto se salva de milagro de ser ultimado por su padre, quien acaba ahorcándose solo. A lo largo de la novela sorprende la variada obsesión de Pavese por el fuego.

Si hay una palabra que caracteriza a Pavese, y en general a sus personajes, es destino. “Es destino eso que se hace sin saberlo, abandonándose”, escribió en su Diario (Il mestiere di vivere) el 2 de enero de 1950.

Al final, luego de su regreso la segunda vez al Basso Piemonte en la sombría postguerra, Anguila deja entender que su mundo y su destino están en otra parte, en un lugar más habitable en donde resuenen mejor otras campanas.

 

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