Hechizo
- José A. Castro Urioste - Sunday, 13 Apr 2025 13:02



Tú te acercabas a la baranda del segundo piso del pabellón y te apoyabas allí, cerca de un macetero donde unas gotas resbalaban de las hojas de los mastuerzos y aguardabas el momento (lunes a las nueve, martes a las ocho, los miércoles no iba, jueves también a las nueve, viernes a las diez) para verlo pasar con el cabello todavía húmedo, el bigote recortado, el maletín oscuro, e inmediatamente buscabas sus ojos que no tenían otro rumbo que el aire frío de la mañana y esperabas, esperabas y seguías esperando que un día él mirase los rojizos mastuerzos que adornaban la baranda del segundo piso y luego sería fácil, sí, sería fácil que su mirada se desviara unos centímetros y confundiese tu rostro con la única flor que aún sobrevivía en ese invierno. Y fue así porque al sentir su mirada te sonrojaste como los pétalos del mastuerzo que te acompañaba y te sonrojaste más al sonreírle y más aún cuando dejaste caer los párpados para abrirlos después y poder creer que esa mañana sus ojos habían abandonado el aire frío que tenía al frente. Tú pensabas que era profesor y casi se lo dijiste cuando tres días después se encontraron cerca del pabellón de Economía y él te dijo ¡hola! Y tú, buenos días, casi casi buenos profesor y no comprendiste que él estaba ahí, realmente ahí, preguntándote si estabas apurada y de verdad, sí, estabas apuradísima pero lo callaste, lo callaste ese lunes que andabas tan atrasada que habías pensado que sólo ibas a encontrar las hojas de los mastuerzos, las gotas que nadaban en ellos, pero él te dijo que su profesor había cancelado su primera clase de la mañana, entonces pensaste que no, que él también era estudiante y luego te dijo si tenías unos minutos para tomar café. ¿Un café?, repetiste para poder confirmar lo que te parecía imposible estar escuchando. Sí, era estudiante, pero del último semestre de ingeniería civil, sí, trabajaba en una empresa constructora, preparaba la tesis, la tesis ya. Te invitó para ir al cine ese fin de semana y aceptaste, y aceptaste después las pizzas y el vino el paseo por las calles húmedas, aceptaste también la mano que trenzabas, aceptaste compartir esporádicamente unas sábanas amarillentas de un hotel en la cuadra tres de una calle sin nombre. Pero siempre rechazabas las historias de mujeres que existían en su calendario, incluyendo la de una profesora de matemáticas, lo que, según los pasillos de la universidad, explicaba su promedio fuera de serie. Y tú odiabas esos fantasmas que navegaban en el aire estacionándose en los oídos de estudiantes y profesores. Entonces quisiste demostrar que cuando entrelazabas tus dedos con los de él cogías una mano que sólo aguardaba la tuya y no otra, pero de pronto no lo veías un sábado ni tampoco el siguiente y él desaparecía con el sol esporádico de esta ciudad.
Fue casi como juego porque lo escuchaste de tu madrina que sin darse cuenta que estabas detrás de ella le dijo a tu tía la divorciada que la mejor manera de agarrar a un hombre y tenerlo seguro, pero bien seguro, era juntar el agua que brotaba de la piel con un café bien cargado. Te pareció la locura más grande que habías escuchado pero ese fin de semana él volvió a desaparecer sin dejar rastro ni aviso y tú te pasaste esos dos días dándoles vueltas a los veinte mil posibles lugares en los que podía andar y a las veinte mil posibles mujeres, incluyendo a la profesora de matemáticas, que podrían estar acompañándolo. Tampoco podías dejarlo, no querías dejarlo y volver a quedarte sola con los mastuerzos donde nadaban unas sucias gotas de agua de la mañana. Entonces te acordaste de las locuras que había dicho tu madrina y una tarde lo invitaste a tu casa y le serviste un café bien cargado que él bebió sorbo a sorbo y después hizo a un lado para beber de ti. Esa tarde se repitió hasta el hartazgo y a ti dejaron de importarte las historias que sobre él seguían murmurándose en los pasillos porque los sábados y los domingos sólo a ti pertenecían, porque sabías que era tu mano y sólo la tuya la que se recostaba junto a la de él. Pero nunca imaginaste que una mañana que lo esperabas en la baranda del segundo piso del pabellón él llegaría despeinado, la barba sin afeitar, y te dijera que no tenía muchas ganas de entrar a clase y prefería quedarse contigo. Esa mañana se repitió una y tantas veces que dejaste de acercarte a la baranda del segundo piso para que no te viera. Después viste cómo su tesis se quedaba en la página cincuenta y cuatro y en
unas columnas de libros olvidados, y viste también cómo en el último semestre de su carrera desaprobaba casi todos sus cursos. En algún momento te dijo que ya no tenía trabajo porque había renunciado pero tú encontraste en su dormitorio una carta despido hecha retazos. Pero él siguió buscándote y buscándote, diciéndote que tú eras lo único que tenía, invitándote a un sitio y a otro, y tú diciéndole que mejor era dejarlo para más tarde porque tenías que estudiar. Y él volvía a insistir, volvía al segundo piso del pabellón, volvía a tu casa pidiéndote un nuevo café y cuando tú no le abrías la puerta golpeaba y golpeaba hasta que tus oídos no soportaban el sonido de la madera y tú le abrías y lo encontrabas allí sin darse cuenta de que tenía los nudillos destrozados. Entonces le dijiste que era preferible separarse un corto tiempo, no mucho, sólo unas semanas, quizás un mes, porque así les podría ir mejor a los dos, pero él no aceptó, no, no aceptó, jamás aceptaría, y te dijo que había perdido todo sólo para estar contigo y que no pensaba alejarse de ti, no, alejarse no, y que tú tampoco lo pensaras porque él no entendía qué carajo pasaba pero se sentía como embrujado y no podía pasar un minuto sin ti, un segundo sin ti y tú le dijiste que así no podían seguir y él pensó que estabas traicionando su entrega y te agitó de los hombros porque lo había perdido todo, todo, y de pronto sentiste un golpe que te quebró los labios porque él seguía pensando que lo habías traicionado pero te pedía perdón, mil veces perdón por haberte golpeado y para ti todo ya se acabó y él continuaba insistiendo, agitando tus hombros, insistiendo, todo ya se acabó le respondías, todo se acabó, insistiendo porque no puede estar sin ti, porque no se puede liberar de ese embrujo y tú estás deseando oír a tu madrina contando cómo se hace para que desparezca el hechizo pero en ningún rincón se escuchará su voz.