Mario Vargas Llosa y la imaginación domesticada
- Agosto D. Lombardo - Sunday, 20 Apr 2025 09:07



Murió Mario Vargas Llosa. Es una frase que, por lo general, debería acompañarse de lamentos, elegías o recordatorios emocionados sobre la grandeza de su legado. La muerte, incluso la de un escritor, suele venir con esa carga obligada de respeto, como si todo juicio crítico debiera suspenderse por cortesía fúnebre. Sin embargo, también es cierto que la muerte ordena, filtra, desnuda. Permite observar con claridad aquello que, en vida, estuvo cubierto por los laureles del prestigio, los premios, el ruido mediático. Y en el caso de Vargas Llosa, más allá de su Nobel, más allá de su prolífica pluma y su posicionamiento como uno de los pilares del boom latinoamericano, es inevitable preguntarse: ¿cuánto de su literatura ha envejecido con fuerza, y cuánto simplemente ha envejecido?
No se trata de negar sus méritos técnicos. Vargas Llosa supo construir estructuras narrativas complejas, con un dominio envidiable de la polifonía, el tiempo narrativo y el retrato de contextos autoritarios. Pero esos méritos pertenecen, sobre todo, a sus primeras obras. La ciudad y los perros, La casa verde o Conversación en La Catedral ofrecían una disección feroz del poder, del machismo institucionalizado, de la violencia estructural que corroe los cimientos de América Latina. El joven novelista parecía tener una sensibilidad crítica que más tarde él mismo se encargaría de desmantelar. Porque con el paso del tiempo la figura del autor terminó por tragarse a la del narrador. El Vargas Llosa que analizaba el poder en sus ficciones se convirtió en su apologista en la vida pública.
La literatura, en su caso, parece haberse disciplinado tanto como él mismo. Lo que comenzó con una tensión intensa entre forma y contenido, con una búsqueda estructural audaz y un lenguaje agudo, terminó volviéndose un ejercicio de repetición: argumentos predecibles, personajes funcionales, tramas morales. Vargas Llosa pasó de ser un explorador de las contradicciones humanas a ser un doctrinario con vocación de novelista. Y en esa transición perdió lo único que vuelve entrañable a un autor: la incertidumbre, el temblor, la duda.
Las novelas de madurez de Vargas Llosa –con pocas excepciones– muestran a un autor más preocupado por defender sus ideas que por abrir preguntas. El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta, Cinco esquinas o Tiempos recios revelan a un escritor que ha cedido a la tentación del panfleto, del esquema, de la obviedad narrativa. La complejidad formal se va aplacando, el riesgo estético se diluye y lo que queda es una narrativa correcta, incluso ilustrada, pero carente de vitalidad. Vargas Llosa ya no sorprende, no incomoda, no trastoca. Se convierte en un autor de tesis, más cercano a la columna de opinión que a la invención literaria.
La prolongación del ego
En efecto, sus columnas –abundantes, insistentes, arrogantes– terminaron por configurar un personaje que parecía escribir novelas únicamente para justificar sus posturas ideológicas. El viejo liberal se impuso al narrador. Defensor del libre mercado, del individualismo extremo, de las democracias autoritarias siempre y cuando combatan a la izquierda, Vargas Llosa prefirió posicionarse como un referente moral antes que como un escritor incómodo. Esa transformación lo distanció de sus pares del boom: mientras García Márquez se abrazaba al mito y Cortázar al juego, Vargas Llosa se abrazaba al orden. La imaginación se vio domesticada por la doctrina.
No es menor el hecho de que su muerte literaria –la verdadera, la simbólica– haya ocurrido mucho antes que la física. Durante años, su obra dejó de generar expectativa. Lo que antes se leía como una propuesta narrativa ahora se percibía como una prolongación de su ego. Su lugar en la Historia estaba asegurado, pero su lugar en la lectura viva, en la conversación actual sobre la literatura latinoamericana, se fue desdibujando. Vargas Llosa se convirtió en un nombre ilustre que ya no emocionaba a nadie.
Sin embargo, su partida real nos recuerda lo difícil que es separar al autor de su obra. ¿Puede uno seguir leyendo Conversación en La Catedral sin escuchar, de fondo, al conferencista neoliberal? ¿Se puede rescatar la fuerza de La casa verde sin pensar en su desprecio por los movimientos populares? Tal vez sí. O tal vez eso ya no importa. Lo que queda es una obra temprana admirable y una vejez literaria que la fue desmintiendo. Vargas Llosa tuvo talento, sin duda. Pero no tuvo misterio. Y un autor sin misterio, por más condecorado que esté, termina siendo apenas eso: correcto, funcional, solemne. Como un monumento que ya nadie visita.