Apéndice
- Edgar Aguilar - Sunday, 04 May 2025 00:03



Recién me habían extirpado el apéndice. El doctor me recomendó al menos un mes de reposo y ningún tipo de esfuerzo. En lo último fue categórico.
Una vez que me sentí recuperado, y venciéndose sobre todo el plazo de mi incapacidad, iba caminando –también por prescripción médica, eso sí, a paso lento– rumbo a mi trabajo cuando una niñita simpática, que ignoro de dónde había salido, se me acercó.
–Señor, señor –dijo, con su voz suave y cantarina–, ¿podría ayudarme a abrir mi botella?
Entonces reparé en que me ofrecía una botella de plástico que contenía agua. Mi señal de alarma se prendió y me recordó que mi operación aún estaba reciente.
Me detuve. Tomé la botella de la pequeña, quien me miraba parpadeando dulce y graciosamente, e intenté abrir la botella. Luego de dos intentos, le dije:
–Como ves, es imposible abrir tu botella. Quizá necesites decirle a alguien más fuerte que yo.
La niñita simpática me miró abriendo y cerrando aún más los ojos. Agarró su botella, me dio amablemente las gracias y se retiró dando saltos por la banqueta.
Caminé otro buen tramo cuando a corta distancia una mujer, joven y bastante atractiva, con sendos piercings en labios, ceja y nariz, estaba plantada sobre la acera. Al pasar a su lado, de modo sorpresivo se aferró de mi brazo:
–Oiga, no sea malito –dijo ante mi casi incredulidad–. ¿Puede ayudarme a levantar la cortina? Sólo necesito una mano…
Como soy de baja estatura y rechoncho –además de calvo–, sentí el cálido y delgado brazo de la joven muy cerca de mi hombro. A un costado se hallaba un negocio de tatuajes y venta de piercings con la cortina cerrada. Era de suponer que allí trabajaba la joven.
Mi alarma se prendió de nuevo, mientras la joven me miraba suplicante y sonriente (mostrándome uno de sus vistosos piercings en la punta de la lengua), quien, luego de haberme hecho su presa, me había soltado.
Me llevé una de mis manos libres –en la otra sostenía un portafolios– abajo y a la derecha del abdomen.
–Lamento mucho no poder brindarle mi ayuda, señorita… –la sonrisa de la joven se esfumó por completo–. Pero recientemente me sometí a una cirugía delicada… –y le señalé por encima de mis ropas el sitio en donde, efectivamente, hasta hacía poco había permanecido mi apéndice.
La joven soltó algo así como un “aahh” con una expresión de desagrado, no sé si por no poderle ayudar o por mi apéndice, dio media vuelta en la misma acera apartándose de mí y esperó, impaciente, a que seguramente pasase algún joven y apuesto –y de preferencia tatuado– fortachón que pudiera socorrerla.
Hice una leve inclinación a la joven, pero ésta miraba indiferente hacia un lado. “Vaya –pensé mientras retomaba mi camino–, hoy sí que la tengo buena.”
Sentí que me había demorado ya y tuve que apresurar el paso. Estaba muy cerca de mi trabajo cuando tropecé repentinamente con una anciana, que ignoro de dónde había salido. No sé cómo se enredó con mi pie, trastabilló en el aire y fue a dar al suelo.
Esta vez mi señal de alarma se encendió más de la cuenta considerando el peso de la viejecita: aunque un tanto enclenque, debía pesar sus buenos 50 kilos.
Pero ya un grupo de acomedidos ciudadanos se había apilado alrededor de la viejecita, dispuestos a brindarle auxilio. Otra anciana –que tampoco sé de dónde había salido– me echaba ojos de pistola y decía encolerizada al grupo de personas que debía ser yo –en lugar de quedarme mirando como tonto a la viejecita– el que tenía que ayudarla a levantarse, la cual seguía tumbada en el suelo con algunos raspones en las rodillas. Y todos los que estaban allí coincidieron en eso.
De pronto me vi cercado por el grupo de gente. La viejecita se dolía y se quejaba de los raspones. La otra anciana gruñía y me apremiaba severamente: “ándale, ándale”, y tampoco comprendía por qué me tuteaba. Entonces, muy a pesar mío, no tuve otro remedio que levantar a la viejecita…
Ya sentado en mi apartado sitio de la oficina, agitado y sudoroso entre una pila de papeles sobre el escritorio, con retardo y con un ligero y molesto dolor abajo y a la derecha del abdomen, fue cuando recordé, con una especie de nostalgia y aflicción pueriles, la cándida mirada de la niñita simpática de la botella de agua.