Memorias de peluquerías
- Rafael Aviña - Sunday, 11 May 2025 09:06



Para el querido Roberto Fiesco en recuerdo
de nuestros padres.
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De manera particular en los años cuarenta y hasta entrados los noventa del siglo pasado, existió (y sobrevive aún a duras penas) un espacio trascendental de reunión masculina, un territorio cotidiano en apariencia sencillo que, no obstante, para una generación como la de mi padre, o la de mis abuelos, logró trastocarse en una suerte de punto de encuentro de masculinidad irreemplazable, incluso de mayor valía que una cantina. Un recinto en el que se celebraba un ritual de respeto y pulcritud varonil que en aquella época alcanzaba ribetes casi religiosos y sagrados: ya sea la tradicional peluquería de barrio o el corte de cabello “con paisaje o sin paisaje”.
Aquellos espacios, sus oficiantes y clientes, chícharo incluido, se convirtieron de a poco en personajes de nuestro cine, como lo muestra Fernando Soler en El barbero prodigioso (1941), dirigida por él mismo como rapabarbas de pueblo. Asimismo, Víctimas del pecado (1950), de Emilio Fernández, abre en una calle iluminada por la marquesina del cabaret Changoo y ahí, a unos pasos, un explotador de mujeres e irascible pachuco de barriada (magistral Rodolfo Acosta) termina de cortarse el cabello en un pequeño local que atiende el peluquero encarnado por Margarito Luna.
Mucho más sustanciosa en la temática es Si yo fuera diputado (1951), de Miguel M. Delgado, con Mario Moreno Cantinflas en uno de sus últimos y mejores instantes como gran comediante de ese momento, en feroz competencia con Germán Valdés Tin Tan, a quien critica “sutilmente”. En su papel de peluquero que desea convertirse en diputado, el cómico atiende un establecimiento llamado “El barbero de Sevilla” y en cuya vitrina se lee: “Para pachucos no hay servisio (sic) porque me caen gordos.” O: “Absoluta moralidad y limpieza higiénica. Cambio toallas cada 3 clientes. Champú para los greñudos y boinas para los calvos.”
La tijera de oro, de Benito Alazraki, fue escrita para Pedro Infante, a quien le encantaba el oficio de peluquero. No obstante, su trágico fallecimiento poco antes de iniciar el rodaje detuvo el proyecto que se retrasó un año y terminaría protagonizando Germán Valdés en 1958, como un caritativo peluquero del barrio de Tacubaya y Rogelio Jiménez Pons como su chícharo. Al atender a Marcelo Chávez, Tin Tan le dice: “¿Tricófero para sus entraditas?”; en referencia a “Luzca su cabello bien peinado, brilloso y suave con Tricófero de Barry para el cabello”, producto capilar de aquellos años. En cambio, en la inquietante película de intenciones experimentales El muro de la ciudad (1964), de José Delfoss, el mecánico de trenes que encarna Fernando Yapur se corta el cabello al aire libre y “con paisaje” en los patios de trenes de Buenavista.
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En Uno y medio contra el mundo (1971), de José Estrada, Lauro (Vicente Fernández), ladrón toluqueño, escapa en un camión de mudanzas y conoce al Chamaco Chava (Rocío Brambila), que viaja de polizón. Al llegar al DF chambean en la peluquería Osiris en Buenavista: Chava como chícharo y Lauro como velador. Chava aprende la manera en la que el peluquero (Mario García González) prepara las lociones con anís, alcohol y anilina, y entonces ambos se dedican a estafar a las personas en calles y mercados vendiendo sus lociones o sus aguas medicinales. Tienen un altercado con el peluquero luego de que Chava se emborracha con las “aguas medicinales” y el niño reta al “pelucas”; recibe un golpe de éste y Lauro lo defiende.
Varios relatos más proponen a barberos como figurantes o protagonistas, como ocurre en La venida del Rey Olmos (1974), de Julián Pastor, con Ernesto Gómez Cruz como peluquero en una zona paupérrima, donde su compadre Jorge Martínez de Hoyos se transforma en líder religioso. Héctor Lechuga se hace pasar por el afeminado estilista Narciso Pomparosa en un Peluquero de señoras (René Cardona Jr., 1971), que aprovecha el oficio para enamorar a bellas clientas, y Los peluqueros (Javier Durán, 1995) es una comedia con albures y semidesnudos con Rafael Inclán, Lalo el Mimo y Lina Santos. El Gallito. Peluquería (José Ramón Mikelajáuregui, 1994) es un corto documental donde se entrevista a un maestro peluquero y a uno de sus clientes, y un curioso diálogo entre un peluquero veterano y un muchachito sucede en Hasta el sol tiene manchas (Julio Hernández Cordón, 2011).
El peluquero romántico (2016), de Iván Ávila Dueñas, es un drama intimista y cotidiano que va develando las aspiraciones y frustraciones de un peluquero de Ciudad de México, narrado con elegancia y sensibilidad para el detalle a través de una historia siempre luminosa que evita melodramas y oscuridades narrativas. Víctor (Antonio Salinas) tiene treinta y siete años, es soltero y acaba de perder a su madre. Peluquero de profesión, fanático del equipo de futbol Atlas y amante de los boleros y del cine mexicano de la época de oro que mira por televisión, se ve a sí mismo como personaje de esas películas.
Finalmente, un corto excepcional es Trémulo (2015), ambientado en una antigua peluquería de la colonia Tabacalera. Narra el cruce entre un jovencito mozo de la misma y un militar en la víspera del desfile del 16 de septiembre, en un encuentro breve, intenso e irrepetible. Sólo un realizador de enorme delicadeza, ironía y conocimiento cinéfilo como Roberto Fiesco es capaz de transformar cualquier exceso melodramático al que se prestaba la trama en un trabajo conmovedor y sensible.
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De niño siempre me atrajo la peluquería del barrio con sus apoltronados sillones de cuero rojo, su minúscula sala de estar, sus espejos de pared a pared, su barra de luz neón con bandas rojiazules que sugerían interminables vueltas pero, de manera particular, sus improvisadas hemerotecas personales, donde se combinaba la lectura de diarios como La Prensa y revistas deportivas como Balón, todo tipo de historietas que iban de Los Supermachos a Tawa, el hombre gacela, o febriles pasquines de chistes obscenos e imágenes sicalípticas como las de las revistas Vea, Picante y Ja-Já.
Las peluquerías eran capillas que entronizaban no tanto el poder machista, sino que intentaban comprender los sentimientos y necesidades varoniles. En esencia, a la peluquería iba uno a cortarse el cabello o a arreglar la barba. No obstante, servían para algo mayor: se trataba de centros emocionales para caballeros que discutían, se sinceraban de sus problemas, se pedían consejos, se comentaban los sucesos políticos, religiosos, deportivos y de nota roja y en los que se hablaba por supuesto de mujeres, no sólo de las esposas que se refugiaban en el hogar atendiendo casa
e hijos.
De alguna manera, los peluqueros, desuellacaras o barberos, encarnaban a los celebrantes de esos templos de masculinidad. Espacios que con el tiempo se transformarían en ambiguas estéticas unisex, que cambiarían la navaja, el jabón, el talco, el alcohol del 96 y las toallas calientes, por las pistolas de aire, las cremas perfumadas y los shampoos de estilistas, para renacer años después en las actuales Barber Shops para la metrosexualidad de hoy.
Las historietas de Rolando El Rabioso y Kalimán, las revistas de crucigramas, la clandestina literatura sexual y los periódicos, serían remplazados por burdas revistillas de chismes del espectáculo y de moda masculina y femenina. Pese a ello, aún existen algunos peluqueros de la vieja guardia como los que conocí de niño y adolescente. Aquellos que incluso hoy en día insisten en mantener sus recintos cerrados a las nuevas formas de tratar el cabello y en preservar sus territorios infranqueables para las mujeres.
Tendría quizá unos cinco años cuando mi padre me llevó por vez primera a la peluquería de don Manuelito, a la vuelta de la casa en el pasaje comercial Siria, que iba de Nicaragua a Paraguay en el Centro Histórico. Se trataba de un maduro profesional del corte de cabello que evocaba al mismísimo don Regino, peluquero de El rizo de oro en el “Callejón del Cuajo” de La Familia Burrón, creada en 1948 por Gabriel Vargas. Recuerdo vagamente que mi padre me acomodó en sus piernas y, en ese mi primer encuentro con don Manuel, me practicaron un casquete corto del número 2. No lloré, no protesté y tampoco mostré signos de intimidación. Por el contrario, una manera de olvidarme de las tijeras amenazantes frente a mi rostro fue entretenerme hojeando una sección del periódico que acapararía mi atención y mis sentidos: un pasquín de atrocidades cotidianas, asuntos policíacos y nota roja.
Ahí estaba yo, en 1964 o1965 aún sin saber leer, saturando mis ojos de delitos, abusos y latrocinios; de angustias ajenas, de expresiones de terror y rostros de inocentes mancillados. Acuchillados, suicidas, redadas de putas y cabareteras o hampones en actos criminales atrapados in fraganti. Acusados y procesados, jueces, ministerios públicos, policías de a pie, agentes encubiertos, camilleros, médicos forenses, amantes, queridas, delincuentes, raterillos, abusadores de menores, niños extraviados, manfloras y sodomitas. Lágrimas y borbotones de sangre roja y oscura que se mostraba en imágenes sepia y blanco y negro.
Veneno para ratas, sosa cáustica, cuchillos cebolleros, machetes, navajas, casquillos de balas de pistolas calibre 22, 45, o 38 especial. Víctimas aleatorias despedazadas por el tren y, sobre todo, semblantes desencajados por el pánico o el morbo de espectadores, testigos y declarantes. La peluquería, o más bien su literatura de mesa, me causó un profundo embeleso. Sus historias e imágenes de sexualidad y crimen abrieron para mí una puerta desconocida, misteriosa, secreta y detonadora.