Morbo, pasividad e indiferencia: la era de la realidad-horror

- Alejandro Badillo - Sunday, 11 May 2025 08:59 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Estos tiempos de extrema violencia prácticamente en todo el planeta, también son, por desgracia y a través de las incontrolables redes sociales, tiempos del espectáculo extremo de esa misma violencia. Este artículo presenta los antecedentes de la explotación pública de la violencia y su difusión en nuestros días mediante internet.

 

Lo hemos visto muchas veces en redes sociales: alguien denuncia un hecho violento y comparte una fotografía o un video para demostrarlo. Hay reacciones de todo tipo a estos mensajes: muchas personas se horrorizan por la noticia, otras piden justicia y etiquetan a alguna autoridad responsable. Por desgracia, como se puede suponer, también hay burlas y distintos tipos de discursos de odio, dependiendo el caso. Mientras tanto la fotografía o el video ya se hizo viral gracias a que exacerban nuestras emociones y nos hacen interactuar con la publicación.Anteriormente, la producción de estas imágenes o secuencias que documentan la violencia estaban restringidas, mayormente, al periodismo. En la actualidad, con la masificación de los teléfonos celulares, la violencia sin filtros no sólo se comparte profusamente en internet, sino que muchas veces se produce como acto de propaganda. También, en la época de la popularidad a costa de lo que sea, la violencia grabada en los dispositivos se ha convertido en una suerte de performance cuyo único fin es obtener popularidad en las redes sociales y, sobre todo, en los foros clandestinos
de la red.

En la actualidad se vive un fenómeno contradictorio. Por un lado, hay un auge de imágenes sintéticas creadas por la llamada Inteligencia Artificial y, por otro, somos testigos de un hiperrealismo en el discurso visual, en particular para transmitir hechos violentos en las redes. La fantasía de la IA crea una ilusión de verdad, aunque esté mediada por los sesgos de los algoritmos y, muchas veces, cree narrativas no sólo estereotipadas sino inverosímiles. Los escenarios de la IA fabrican una experiencia que sumerge al espectador en una estética homogénea que muchos han llamado “instagramización” del mundo. A partir de la popularidad de una imaginería pulcra, en ocasiones minimalista, y la selección de una paleta de colores que invita a la ensoñación, se encandila al usuario para que se sumerja en una realidad trastornada, pero agradable de contemplar. Como afirma el periodista Kyle Chayka en su libro Mundofiltro: Cómo los algoritmos han aplanado la cultura, espacios como cafeterías son optimizados para consumirse como imágenes digitales más allá de su funcionalidad o calidad en lo que ofrecen. Por el contrario, la hiperrealidad en las imágenes de asesinatos que inundan las pantallas globales todos los días no tiene ningún tipo de mediación más allá de los perfiles que las comparten y la capacidad para impresionar a internautas que buscan emociones fuertes, aunque sea convirtiendo la muerte de alguien real en un espectáculo. A menudo la violencia digital se presenta sin ningún contexto y, exceptuando los videos compartidos por terroristas y –en el caso de México– grupos de la delincuencia organizada, no hay interés en generar un efecto político ni sembrar miedo para conservar algún coto de poder.

En el siglo XX se capturaron imágenes de una violencia extrema como la que obtuvo el fotógrafo Eddie Adams en Saigón en 1968, una ejecución con un tiro en la sien a un vietnamita. La imagen mostró al gran público la cotidianidad extrema de la Guerra de Vietnam y arreció las críticas al gobierno estadunidense, aunque los desastres de su ejército siguieron en esa parte del mundo. En nuestro siglo las imágenes explícitas tienden a un nihilismo que desactiva cualquier respuesta política o, al menos, organizada, al colapso social que se vive.

 

La crueldad está de moda

La filósofa italiana Michela Marzano –directora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad París-Descartes– examina este fenómeno en su ensayo La muerte como espectáculo. La difusión de la violencia en Internet y sus implicaciones éticas, publicado en español en 2010. En su libro se describe la aparición de la violencia en los primeros videos que se compartieron en círculos clandestinos y que pronto fueron llamados “videos snuff”. En ellos se grababa a personas reales siendo mutiladas o asesinadas. La popularidad de estos videos trascendió al cine en los años ochenta y noventa, antes de la explosión de internet. El morbo y las imágenes de violencia explícita llegaron a un nuevo nivel, como muestra la autora, con las grabaciones del Yihadista John (cuyo nombre real era Mohammed Emwazi), un terrorista inglés de origen kuwaití. En una serie de videos producidos por el Estado Islámico entre 2014 y 2015, el hombre decapitó al menos a cuatro extranjeros que, por diversas razones, estaban en Siria en plena Guerra Civil cuyos efectos aún no acaban. Los noticiarios globales transmitieron algunas secuencias censurando la decapitación final. Sin embargo, los videos íntegros fueron compartidos en internet. El objetivo, como el de cualquier acto terrorista, era propagar el miedo en Occidente, en particular a los ciudadanos estadunidenses y europeos. Sin embargo, como afirma Marzano, un efecto secundario de las grabaciones fue exponer a la población, por medio de los medios tradicionales de comunicación, a escenas de una crueldad extrema que se repitieron –en diferentes versiones– en las pantallas de millones de personas. Como suele suceder, más allá del mucho o poco contexto que pudiera tener el espectador, las grabaciones dejaban a quienes las veían en un estado de estupefacción que dio paso a una suerte de pasividad, indiferencia o, peor aún, morbo ante el espectáculo sangriento.

En una época adicta a una sobredosis de “realidad”, el espectador siempre busca más, pues la experiencia extrema de mirar un asesinato termina por insensibilizarlo y, por consiguiente, deshumanizarlo. La crueldad parece estar de moda, además del regreso de una “masculinización” del mundo proclamada por los oligarcas tecnológicos como Mark Zuckerberg. El sometimiento del débil, el darwinismo social y la propaganda de odio legitimada por la cúpula trumpista esgrimiendo una supuesta “libertad de expresión”, contribuyen a moldear una cultura que abomina de la empatía para disfrutar, atrás de los límites seguros de una pantalla, de la desgracia del otro. Parecería, también, que hemos actualizado –por medio de la tecnología– las exhibiciones brutales del pasado, en las que el morbo reunía a la gente para contemplar de cerca las torturas, ejecuciones públicas y vejación de cuerpos sin vida. Francisco González Crussi describe en su ensayo “La faz visible de la muerte” el espectáculo que era, a finales del siglo XIX, la morgue municipal atrás de la Catedral de Notre Dame, en París. Cualquier ciudadano –incluso turistas que incluían en su tour una parada en la morgue– se deleitaban con la exhibición de cadáveres no reclamados y expuestos para que alguien los identificara. Las burlas eran comunes a pesar de que el cuerpo fuera el de algún vecino. Ahora la plaza pública es la pantalla portátil que cada uno trae consigo, una ventana a la realidad-horror convertida en espectáculo, como la transmisión en tiempo real de ejecuciones hechas por drones o el bombardeo por parte del ejército israelí a un campo de refugiados, compartido sin ningún pudor por los agresores, pues gozan de impunidad.

 

 

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