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- Alonso Arreola | @escribajista - Sunday, 08 Jun 2025 08:17 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Cliburn y la Guerra Fría

 

En abril de 1958, un joven pianista tejano de veintitrés años subió al escenario principal del Conservatorio de Moscú. Su nombre era Van Cliburn. Esa noche, según los periódicos y la revista Time (que entonces le diera portada), desafió no sólo las leyes de la música, sino las de una geopolítica absurda que presumía avances nucleares, medallas olímpicas y viajes espaciales.

En ese tiempo y en ese espacio, Cliburn interpretó el Concierto No. 1 de Chaikovski con una emotividad que haría historia. Apenas concluyó, el público soviético ‒el “enemigo”‒ lo ovacionó durante más de ocho minutos. Digamos que esa audiencia supo y pudo respetar el momento inmaculado en que nacía la belleza.

Ello sucedió en la primera edición del Concurso Internacional Chaikovski, creado por el Kremlin como herramienta de propaganda cultural. Su objetivo era, precisamente, demostrar la superioridad comunista frente a Occidente. Sin embargo, el jurado compuesto por músicos soviéticos de renombre no pudo ignorar el talento de Cliburn. La técnica fue tan notable, dijeron, como el lirismo con que extendió su humanidad.

Con temor a las implicaciones de premiar a un estadunidense, el jurado consultó al mismísimo Nikita Jrushchov, líder de la Unión. Su respuesta aún eleva al mito: “Si toca mejor que los demás, denle el premio.” Fue así que Van Cliburn, quien estudió en la Juilliard School de Nueva York bajo la tutela de Rosina Lhévinne (pianista rusa, curiosamente), regresó a Estados Unidos como héroe. Lo recibieron con un desfile en Nueva York y su grabación del Concierto No. 1 se convirtió en el primer álbum de música clásica en vender más de un millón de copias.

Hoy, en este globo nuevamente polarizado, cuesta imaginar un momento similar. Líderes como Vladimir Putin y Donald Trump no comparten la visión de la cultura como un puente o bien común. Putin la ha convertido en un instrumento de poder blando, promoviendo el ballet y la música académica mientras silencia voces críticas como la de Pussy Riot. Trump, por su parte, ha despreciado abiertamente a las instituciones culturales, recortando fondos y promoviendo una retórica que desconfía del pensamiento complejo.

¿Podría un pianista ucraniano ganar hoy un concurso en Moscú? ¿Un latinoamericano triunfar en el certamen organizado por nacionalistas estadunidenses? Lo que en 1958 fue posible gracias a una combinación entre respeto artístico y liderazgo templado por un fondo ideológico real, hoy parece improbable, pues la cultura es vista como amenaza o adorno, mas no como cimiento de verdad alguna. El caso de Cliburn, empero, nos recuerda que hubo un tiempo cuando el arte era capaz de agrietar el muro más duro. Aquel joven pianista, educado en una escuela fundada por inmigrantes europeos, se convirtió en símbolo de entendimiento gracias a algo tan simple ‒y tan poderoso‒ como una interpretación transparente.

Por fortuna, lectora, lector, su legado persiste. La Competencia Internacional de Piano Van Cliburn, celebrada cada cuatro años, mantiene vivo ese espíritu y esa apertura. Intérpretes de Corea, Canadá, Polonia, Ucrania, China o Brasil, verbigracia, comparten escenario sin otro criterio que la música (en estos días están las etapas finales, disponibles en vivo a través del canal The Cliburn en YouTube, búsquelo).

Esto es un recordatorio de que el arte aún puede crear comunidad; de que, incluso en tiempos sordos, hay quienes siguen tendiendo puentes trascendentales. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.

 

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