Un millón de cuartos propios: Virginia Woolf en tiempos de YouTube
- Evelina Gil - Sunday, 08 Jun 2025 07:28



Un cuarto propio, de Virginia Woolf (1929), cuenta con algunas traducciones al español. La más cotizada, sin duda, es la de Jorge Luis Borges. Existen rumores, dignos de ser atendidos, de que Borges la trabajó asistido por su madre, Leonor Acevedo Suárez, asimismo prestigiada traductora, entre otros, de la mismísima Katherine Mansfield, amiga/rival de la propia Virginia, así que, considerando esto y el hecho de que la más célebre versión al español de Un cuarto propio destila feminidad ‒aunque hay quienes afirman que no; que en manos de una traductora el libro cambiaría significativamente: no estoy de acuerdo‒, esta colaboración entre madre e hijo es por completo viable.
Alguien consideró que había llegado el momento de realizar una nueva traducción que limara ciertos arcaísmos y volviera más cercana la obra de Woolf a nuestras contemporáneas. ¿Qué tan vigente resulta este ensayo, publicado hace prácticamente cien años? Aquellas que llevamos una treintena de años releyéndolo cada tanto; que transitamos de la comprensión literal en la juventud a otra mucho más reflexiva en la madurez, hemos llegado a preguntarnos qué tan simbólico podría ser ese “cuarto” que, en una lectura baladí, es asumido con todo y su coqueto mobiliario? Me vienen a la mente dos libros de autoras mexicanas que serían una respuesta vanguardista a dicha obra: Dinero y escritura, de Olivia Teroba, y Desde los zulos, de Dahlia de la Cerda, no tan favorables a lo que, con seguridad, la autora inglesa barruntó para las escritoras del futuro. La primera se ve en la necesidad de alquilar ese cuarto cuyo coste implica trabajar como freelancer en otra clase de oficios relacionados con la literatura que, por supuesto, le quitan tiempo para ensimismarse en la propia (desempleada pero cargada de trabajo, escribe ella). Por su parte, Dahlia de la Cerda desacraliza el “cuarto propio” e invita a escribir en espacios diversos, especialmente a aquellas mujeres para quienes su casa es una prisión. Los zulos del título podrían traducirse como “hoyo”, “escondrijo”, y para quienes no tenemos, como tal, un espacio personalizado donde trabajar, podríamos certificar que “el cuarto propio” del siglo XXI es un espacio mental más que físico.
Cuando a la periodista argentina Tamara Tenenbaum (1989) le ofrecieron realizar una traducción renovada de Un cuarto propio, se preguntó qué tanto podría reflejarse en una obra proveniente de 1929, cuando la situación de las mujeres sería, cuando menos, complicada. Como muchos y muchas que han hecho de la escritura su modus vivendi, como la propia Teroba, Tamara es freelancer y no podía dejar pasar la oportunidad de un trabajo que le sería bien retribuido. Nunca imaginó todo lo que ese libro tenía que decirle a ella, una millennial atrapada en una circunstancia harto desventajosa, bajo un gobierno de ultraderecha que, irónicamente, se autonombra “libertario” y para quien la cultura argentina, tan apreciada a nivel universal, no amerita ser alentada, mucho menos financiada. Concluyó la traducción que, a la fecha, se mantiene inédita, aunque Tamara llenó algunas libretas con reflexiones originadas de aquella lectura inmersiva. El resultado fue un magnífico ensayo titulado Un millón de cuartos propios (Paidós, México, Premio Paidós, 2025) que, si bien optó por narrar desde la perspectiva de una joven argentina que presencia y padece una serie de retrocesos dictados desde el poder, tanto en sus derechos como mujer como en su trabajo orientado a la cultura, lejos de restarle interés lo incrementa, pues la ultraderechización de buena parte del mundo ha propiciado un fenómeno que Tenenbaum detectó durante su lectura de Un cuarto propio: las diferencias que debieran existir entre 1929 y 2025 se han difuminado, no importando que las mujeres tengan una notable participación en política, mientras que para las contemporáneas de Virginia el derecho al voto era una lucha imperante. Lo que Virginia nunca hubiera imaginado es que algunas de las mujeres más poderosas de Europa del siglo XXI participarían activamente en el retroceso de los derechos (que no privilegios) de las minorías, entre ellas los de sus congéneres. En su libro Por qué ya no soy feminista, Jessa Crispin, también millennial, explica que ese ente difuso denominado “patriarcado” es una máquina gigantesca cuyos operarios no son exclusivamente varones: también mujeres y miembros de minorías que adquieren poder y ventajas que los apartan de sus orígenes. En pocas palabras: el patriarcado se mantiene aceitado y rozagante gracias a sus obreros y obreras convencidos de estar del lado ganador. Tenenbaum ha escrito este ensayo en un estado de incertidumbre equiparable al que dominaba a Virginia; ha leído sus propias inquietudes en las de ésta, empezando por el conflicto que le producía su propio feminismo, confrontado a una impostura del mismo que ha dejado atrás sus luchas originarias para degradarse en moda ideológica, pese a que en 2025 hay tantas causas por defender y refrendar como en 1929.
De la misoginia al redpill y el incel
Un millón de cuartos propios cuenta con seis capítulos, no necesariamente derivados de los puntos neurálgicos de Un cuarto propio, pero algunos, no tan atendidos por Woolf, adquieren relevancia en nuestro tiempo, y Tenenbaum se encarga de cubrir esa zanja que nos concierne más íntimamente a las mujeres del siglo XXI. En Un cuarto propio, a través de un alter ego, una aspirante a intelectual llamada Mary Seton, Virginia alude a la clase de empleos sosos y ornamentales que las mujeres de su tiempo, las jóvenes, solteras y sin familia, pero con cierta educación, se veían forzadas a ejercer para cubrir sus elementales necesidades. No es sino hasta que Mary recibe una inesperada herencia de una desconocida tía que gana su privilegio a ejercer su verdadera vocación: escritora. Las herencias son escurridizas. Son realmente muy pocos y pocas los favorecidos por tales golpes de fortuna, llámese herencia o lotería. Es muchísimo más frecuente toparse con gente que ha perdido herencias (esta servidora perdió dos). Si bien Tenenbaum ha trabajado como libretista, columnista y traductora desde muy joven (su padre murió en el atentado de la AMIA en Buenos Aires), reconoce haber incursionado en tareas asimismo frustrantes para una intelectual. El caso es que, en su inmensa mayoría, las escritoras de vocación no serán rescatadas por una herencia y es posible que no tengan más remedio que coordinar su trabajo íntimo (la literatura) con otro u otros que les permitan subsistir, lo cual no es garantía de ganarse el famoso cuarto propio, que tendría que ser una casa para las más ambiciosas. El cuarto propio, no obstante, sigue siendo quimérico para escritoras, principalmente latinoamericanas, que tuvimos el mal tino de nacer en países donde el arte es considerado una actividad clasista y hasta hedonista. La autora, con quirúrgica precisión, establece las asombrosas afinidades entre la sociedad de los veintes del siglo pasado y la nuestra: “Virginia habla de una época [...] en la que, a raíz del despertar feminista, los hombres estaban sobreactuando sus masculinidades, haciéndose los machos a propósito a partir de una flamante inseguridad, para reafirmar un privilegio que perciben en peligro”. Virginia señaló que esto era contraproducente para la profesionalización literaria de las mujeres, pues el resentimiento entre sexos exacerba la conciencia de género; tal como ahora, conflicto del que también, apunta la inglesa, han participado las feministas, si bien las de ahora son más beligerantes en consonancia con la normalización e ideologización de la misoginia, rebautizada como redpill o incel. Esto dificulta la máxima del ideal virginiano: escribir con una conciencia andrógina. Escribe Tenenbaum algo digno de un marco: “Pensar demasiado en las diferencias (en este caso, en la diferencia sexual) conduce a la mala política y a la mala literatura.
Tamara Tenenbaum desmantela el tipo de feminismo con que comulgaba Virginia, que ella alude como “feminismo conservador”, que es con el que me sigo identificando (Tamara también), quien apoyaba el derecho al sufragio femenino, aunque oponiendo la pluma antes que el cuerpo. Así surge una de las partes más apasionantes del ensayo: la comida, detalle en el que Virginia no demora gran cosa, pero cobra inusitada importancia para su interlocutora millennial pues, de un tiempo a la fecha, una práctica tan cotidiana como cocinar, que ya ni siquiera se identifica como labor exclusiva de las mujeres, ha trascendido lo privado. Tenenbaum trae a cuento a Mary Wollstonecraft, que veía en la cocina una forma de esclavitud... que lo era, claro, en un tiempo donde la presencia de un varón en una cocina era tan anómala como la de una dama en una biblioteca. Aunque Tenenbaum no menciona en su libro al fenómeno Roro Bueno ‒una joven española que rompió internet por montar un canal de YouTube donde cocina para su novio, o, como lo leo yo, el novio es conejillo de indias de sus creaciones culinarias‒, los misóginos del siglo XXI, que cambiaron de nomenclatura como todo aquello que se relaciona con la ultraderecha, ven en una joven pequeñita y con voz aniñada la esperanza de un resurgimiento de la feminidad tradicional, es decir, la desaparición del feminismo radical (para ellos el feminismo es “radical” per se); por otro lado, las feministas adolescentes (aunque tengan más de treinta), las little ponnies, se refieren a esa inofensiva jovencita como un serio peligro para el movimiento feminista que, con toda seguridad ignoran, empezó a emitir sus primeros latidos en el siglo XIV. Un millón de cuartos propios, además de ser una revisión contemporánea y óptima de Un cuarto propio desde la perspectiva de una joven sudamericana de treinta y cinco años, es uno de los ensayos de más reciente factura que explica qué es y qué no es el feminismo, y lo hace con una serenidad preciosa, poniendo una más que saludable distancia con cualquier tipo de fundamentalismo. Como si Tamara Tenenbaum permitiera a Virginia Woolf hablar a través de su voz.