Günter Grass: un tambor contra las conciencias dormidas
- Edith Rabenstein y Stefano Vastano - Sunday, 15 Jun 2025 09:13



‒¿Qué lo motivó a retomar los temas de Años de perros, esta vez con ilustraciones?
‒De mis tres primeros libros en prosa, El tambor de hojalata (1959), Gato y ratón (1961) y Años de perros (1963), fue este último al que estuve ligado durante más tiempo por su carácter fragmentario. También siempre me interesó visualmente, porque es una novela rica en imágenes. Cuando culminé Grimms Wörter (2010) me llegó el momento de ilustrar Años de perros. También fue una cuestión de técnica: mis dedos todavía no tiemblan, por lo que decidí hacer grabados. En año y medio realicé ciento treinta ilustraciones, tantas como requería el libro. Y, releyéndolo, miré cincuenta años hacia atrás y redescubrí al autor todavía relativamente joven. Me divertí.
‒¿Cómo percibe a la distancia a ese escritor joven que fue?
‒Fue una época de despertar, una época en la que redescubrí la lengua alemana dañada por el periodo nazi y no quise permitir que fuera condenada, porque es rica y flexible. Así nació la “Trilogía de Danzig”, que redacté en siete años y medio: fue un proceso de escritura continua y un despertar, un punto de inflexión para mí. Así lo entendieron también en el Grupo 47, sobre todo autores de mi generación como Martin Walser, Uwe Johnson, Hans Magnus Enzensberger y Peter Rühmkorf. Nos diferenciábamos de los autores de los primeros años de la postguerra, quienes por buenos motivos utilizaron un lenguaje seco, parco, la “literatura del golpe helado”. Nosotros queríamos utilizar todos los registros del lenguaje. Y eso también influyó en Años de perros.
‒Acaba de celebrarse el centenario del nacimiento de Willy Brandt: usted fue su compañero, lo ayudó en las elecciones, publicó su correspondencia con él. ¿Qué era para usted en ese entonces y cómo lo juzga hoy?
‒En ese entonces fue para mí el ejemplo, el modelo, y lo sigue siendo. Crecí bajo el nazismo y hasta el final ‒aún con diecisiete años‒ creí como un idiota en la victoria final. Willy Brandt ya se había dado cuenta a los diecinueve años de la naturaleza criminal del sistema nazi, y conoció las consecuencias en 1933. Tuvo que abandonar Alemania y se refugió en Noruega. Esto ya fue en sí ejemplar. Después regresó a Alemania, fue alcalde de Berlín y, en el momento de la construcción del Muro, se presentó por primera vez como candidato a la cancillería. [Konrad] Adenauer lo difamó llamándolo “hijo ilegítimo”, una calumnia horrible en aquella época, y también lo señalaron como emigrante y lo llamaron por su nombre clandestino, “Herbert Frahm”.
‒En la correspondencia leemos que Brandt, felicitándolo por su cincuenta cumpleaños, le agradeció la ayuda “por la que sacrificaste tus mejores años”. ¿Fue sacrificio o también inspiración para su obra?
‒Desde mi punto de vista no fue un sacrificio. Fue una lección que extraje de mi dolorosa experiencia con el pasado alemán. Mi generación tuvo que preguntarse: “¿Cómo pudieron producirse semejantes crímenes? ¿Cómo llegó al poder un hombre como Hitler?” Obviamente, todo esto remite a los efectos del derrumbe de la República de Weimar. Una de las repercusiones fue que los ciudadanos no la defendieron, ni siquiera los intelectuales. De ahí saqué mis propias reflexiones. No me comprometí como escritor sino en primera instancia como ciudadano. Conocí Alemania durante los años de campaña para la socialdemocracia. Viajé a las provincias más profundas del oeste, políticamente muy democristianas, donde conocí a un público diverso, que por lo general no solía ir a mítines ni a reuniones literarias. También esas fueron experiencias enriquecedoras. Los escritores tendemos a fijarnos grandes objetivos, y a veces también estamos obligados a hacerlo. Pero de Brandt aprendí una cosa: quien quiere hacer realidad una utopía ‒y él lo quería‒, también debe ser pragmático.
‒En una carta abierta, quinientos sesenta escritores de ochenta y tres países, entre ellos usted, protestaron contra las intervenciones telefónicas y el control de acceso informático en la vida de los ciudadanos. ¿Por qué es importante esta iniciativa?
‒Existe un prólogo para esta historia: la escritora Juli Zeh, su colega Ilija Trojanov y otros escribieron una carta a la canciller, y quisieron entregársela. La carta abordaba el espionaje angloamericano. Pero la señora Merkel consideró que no debía recibir personalmente esa carta, y no respondió. Tratar con tal desprecio a escritores comprometidos como ciudadanos no había ocurrido jamás en el pasado, ni siquiera bajo el canciller Ludwig Erhard. La señora Merkel se ha comportado de forma vergonzosa. Por eso publicamos la nota de protesta en todo el mundo. Ignoro qué reacciones hubo, pero tengo la impresión de que la canciller quiere ignorar el problema o afrontarlo con palabras que no dicen nada. Pero no lo conseguirá. Estas prácticas de espionaje ‒que desgraciadamente comenzaron en un país modelo como Estados Unidos‒ ponen en peligro la democracia quizás incluso más que el terrorismo. Porque bajo este método se la vacía desde el interior: pasamos al Estado vigilante y sospechas de todos los ciudadanos.
‒¿Es por miedo al espionaje que vive sin teléfono celular?
‒Pertenezco a los dinosaurios que han vivido una vida sin estas nuevas tecnologías y no las necesitan ni siquiera actualmente. No tengo celular porque no requiero estar localizable todo el tiempo. Y me niego a aceptar que por teclear el teléfono se sepa dónde estoy. Son intromisiones en mi vida privada que desprecio y rechazo. Sigo escribiendo la primera versión de mis textos a mano, la segunda y la tercera con mi vieja Olivetti. Luego mi secretaria lo vierte todo en una computadora. Y yo corrijo el texto como si fuera un manuscrito.
Pasado, futuro y el papel del escritor
‒Usted posee una gran biblioteca, ¿qué opina de la desaparición de las bibliotecas y del avance victorioso de los ebooks?
‒Me desagrada. La gente echará de menos la vida con los libros. En cada lectura en público experimento el encuentro con jóvenes que me piden autógrafos en mis libros. Les pregunto: “¿De dónde los sacaste?” “Del abuelo”, me responden frecuentemente. Es una alegría para el autor cuando los libros son transmitidos entre generaciones, es un elemento básico de nuestra cultura. El ebook no es una tendencia que haya que impedir. Si los derechos de autor son garantizados, tengo pocas objeciones. Esta evolución no hará desaparecer el libro de papel. El libro adoptará otras formas, tendrá que volver a ser de alta calidad, también en cuanto a la calidad del papel en el que se imprima. Será un objeto valioso y atraerá a un público nuevo. Soy optimista al respecto.
‒Usted es un escritor comprometido y polémico. Antes de las últimas elecciones, los intelectuales alemanes, aparte de usted, permanecieron en silencio. ¿Por qué este cerrarse en lo privado por parte de los círculos de la literatura y el arte?
‒Esta propensión me parece espantosa y la deploro, porque una tradición nace con buenos motivos en una Alemania amenazada con dormirse entre los jóvenes autores. A veces también se sienten intimidados por las páginas literarias en los medios, donde podemos leer: “no seas como Grass, perderás el tiempo, dedícate sólo a la literatura, debemos predicar l’art pour l’art”. En la actualidad, una gran número de jóvenes escritores ‒desde Ingo Schulze hasta Juli Zeh‒ se han dado cuenta de que en nuestro país se debe tomar partido, de que el escritor no es sólo escritor, sino también ciudadano y hombre de su tiempo. Sólo puedo esperar que el trabajo que hicimos en ese entonces y que contribuyó al establecimiento de la democracia, sea continuado por nuestros jóvenes colegas.
‒Su poema “Eso que debe ser dicho”, sobre Israel e Irán, causó una tormenta internacional, pero también lo convirtió en persona no grata en Israel. ¿Hasta qué punto fue grave?
‒Muchísmo. He estado frecuentemente en Israel, soy un amigo crítico del país. Fue doloroso que no quisieran entender el impulso decisivo del contenido del poema y, en cambio, me golpearon de inmediato con el garrote del antisemitismo. Más aún, dolió el silencio de muchos. Pero también tuve bastante apoyo en esta situación. Sobre todo en el extranjero. Por ejemplo, el escritor español Juan Goytisolo recibió en ese entonces un premio por su valiente compromiso con los inmigrantes y los gitanos en España. Después me lo dedicó por los ataques en mi contra. En Alemania tuve la sensación de una caza de brujas por parte de cierta prensa. Simplemente esperaba que Israel, siendo una potencia atómica, también sometiera su armamento al escrutinio internacional.
‒¿En qué está trabajando actualmente? Después de la gran declaración de amor a la lengua alemana que significó Grimms Wörter (2010), ¿volveremos a tener una novela?
‒Tengo ochenta y seis años. No creo que pueda seguir escribiendo novelas. Mi estado de salud no me permite planificar algo que pueda implicar de cinco a seis años de trabajo, que es el tiempo de investigación que siempre requiero para escribir una novela. Pero, después de un período en el que estuve varias veces hospitalizado, he recuperado mi actividad creativa en el dibujo y la acuarela, que, por cierto, en el pasado me inspiraron para producir textos. Estoy trabajando en ello. ¿Qué cosa saldrá? No lo sé.
‒Hablemos de Alemania. Usted estaba en contra de la unificación del país…
‒¿Y saben por qué? Porque querían conseguir a toda costa y muy rápido la unidad nacional antes de la verdadera unificación de las dos Alemanias. No hubo necesidad de redactar una nueva constitución, que es algo que suele hacerse cuando nace un nuevo Estado: simplemente se procedió a la anexión de la antigua RDA [República Democrática Alemana] al “oeste”.
‒Varias décadas después, ¿sigue convencido de que se equivocaron ochenta y dos millones de alemanes y no usted?
‒También yo cometo errores. Temía que [Helmut] Kohl transformara a Alemania en un país centralista, aunque subestimé la fuerza intrínseca de nuestro federalismo. Pero mi pesimismo estaba fundado: Kohl deseaba la unificación distribuyendo el marco ‒nuestra moneda en aquel momento‒ al este. Pensaba que así detendría la huida masiva hacia el oeste. Pero no fue así. Dos millones de alemanes abandonaron el este, y esta región continuó siendo un territorio colonizado por los hermanos ricos. El país sigue dividido
en dos.
‒Usted también rechazó la unidad alemana a causa del pasado nazi. Setenta años después de la guerra, ¿los alemanes han conseguido doblegar el pasado?
‒Los errores del pasado nazi se convirtieron en parte de nuestra identidad nacional. La catástrofe del Tercer Reich fue tan radical que nosotros los alemanes no pudimos dejar de enfrentarnos con nuestra derrota. Ustedes los italianos consiguieron convertirse en los vencedores morales del conflicto. Nosotros, en cambio, tenemos que lidiar con Auschwitz. La aceptación de la culpa ha generado un efecto positivo en las nuevas generaciones de alemanes.
‒¿Qué papel desempeñaron ustedes los escritores en esta rendición de cuentas?
‒Al comienzo de la postguerra, los literatos no querían manchar las páginas con la suciedad del pasado. Fue mérito de algunos escritores ‒yo entre ellos‒ el haber hecho una ruptura con la hipocresía de la era [del excanciller Konrad] Adenauer hacia finales de los años cincuenta. El establishment le decía a los ciudadanos: trabaja, piensa en el bienestar material, no en el pasado. Nosotros, en cambio, pusimos el dedo en la llaga del nazismo.
‒¿Fue El tambor de hojalata ‒con su protagonista Oskar, un niño de Gdansk que se niega a crecer‒ la primera novela que evoca de modo eficaz las pesadillas del Tercer Reich?
‒En retrospectiva, podríamos decir que El tambor de hojalata y toda la “Trilogía de Gdansk” abrieron una grieta en el mutismo de los años cincuenta. La literatura al menos sirve para dejar ‒como un babosa silenciosa‒ largos rastros en las conciencias y en los procesos sociales. Sin embargo, no estaba solo. Conmigo estaban los poetas Hans Magnus Enzensberger e Ingeborg Bachmann, junto con el joven Uwe Johnson y el anciano Heinrich Böll. Nos enfrentamos al pasado nazi y no lo íbamos a soltar nunca.
‒Usted habla de la literatura que afronta el pasado. ¿Y el futuro?
‒En ocasiones las profecías de los escritores resultan ser verdaderas. Le pondré un ejemplo: el islandés Halldór Laxness describió a la perfección en una de sus novelas (La campana de Islandia) el colapso económico de su país. En los años veinte, Alfred Döblin narró en una novela el deshielo de los polos de la Tierra. Muchas veces la literatura anticipa los acontecimientos sociales.
‒¿Advierte nuevos Grass o nuevos “tambores de hojalata”?
‒Veo a jóvenes autores que tienen más cultura y títulos que nosotros los escritores de la postguerra. No dudo de que vendrán más “Tambores”. Más allá de su importancia simbólica, es una novela picaresca, por tanto, europea por excelencia. Boccaccio robó el estilo picaresco a los árabes, después este estilo entró en España y, con Rabelais, a Francia; finalmente llegó a Alemania. Del Dublín de James Joyce al Berlín de [Alfred] Döblin, pasando por la Danzig del Tambor de hojalata; siempre hay un protagonista y una ciudad en el centro de esta tradición épica.
‒¿Fue sólo con un silencio tácito que, a los quince años, Grass se acercó al nazismo?
‒¡En absoluto! En Pelando la cebolla (2007) describí mi situación en aquel momento como un fracaso con respecto a la fascinación que el nazismo ejerció sobre nosotros los jóvenes.
‒Ha sido acusado de hipocresía.
‒Es fácil, con la perspectiva actual, juzgar los errores de otros. Muchos escritores, desde Mario Vargas Llosa hasta Norman Mailer, se han dado cuenta de que para narrar la propia vida se necesitan décadas de madurez: nuestros recuerdos son como pelar capa a capa una cebolla; es un proceso doloroso. Estábamos como transportados por una utopía radical de salvación, de redención absoluta de Alemania. Sólo después de la guerra me di cuenta, leyendo a Camus, de que ningún Führer ni ninguna utopía podrán jamás levantar de golpe toda nuestra existencia: la piedra siempre cae sobre la espalda de Sísifo.
‒Hace cincuenta años, Oskar gritaba contra los horrores del nazismo: ¿siguen siendo necesarios los gritos de Oskar?
‒Sí, la sociedad necesita de una literatura que se inmiscuya en el discurso cotidiano, que exponga sin piedad las fechorías de los poderosos y muestre a los jóvenes los límites de las utopías radicales. Siempre hace falta un arte que, como Oskar con su tambor, despierte las conciencias adormecidas l
Traducción de Roberto Bernal.