Los placeres de una larga vida

- Vilma Fuentes - Sunday, 15 Jun 2025 09:04 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Aunque hacerse viejo también significa haber vivido lo suficiente “para contarlo” (Gabo dixit), no deja de ser una etapa marcada por la pérdida de facultades tanto físicas como mentales. Este artículo explora el temor a la vejez en el contexto de una sociedad con no pocos rasgos narcisistas.

 

El miedo a la vejez comienza, quizás, con ella. Es raro que un niño, un joven, una persona en la fuerza de la edad, es decir, entre sus treinta y cuarenta y tantos años, e incluso hacia la cincuentena, sienta que aflora el sentimiento angustiante del temor al paso del tiempo. Esa aprehensión que parece acelerar la sucesión de los días y los años y, a la vez, vuelve regresivo su conteo como si las manecillas del reloj giraran en sentido inverso.Que la duración media de una existencia humana haya aumentado gracias a los progresos de la ciencia en general y de la medicina en particular, no evita que, al parecer, el miedo a envejecer aflore más temprano en nuestros contemporáneos, cuando se asiste al bombardeo publicitario de cremas, vitaminas, productos nutritivos, centros de gimnasia y deporte, en fin, la suma de actividades recomendadas como indispensables para retardar el envejecimiento. Sin contar la cirugía plástica, cuyo acceso, antes reservado a una élite financiera, se ha ido generalizando con la baja de su costo. Pero la cirugía no es sino una especie de remiendo que agrava el sentimiento de vejez.

El temor de envejecer comienza muchas veces con la aparición de las arrugas en el rostro o de las canas en la cabellera. Pero no son escasas las mujeres, y últimamente también los hombres, que recurren cada vez más jóvenes a cremas y otros cosméticos para prevenir la aparición de arrugas, signo alarmante, para estos muchachos y muchachas, del envejecimiento. El uso de cremas y utilización de medicamentos para conservar la juventud puede llegar a tomar el carácter de una adicción tan severa como la de cualquier otra droga. De ahí el abundante consumo, cuyo gasto llena las arcas de laboratorios especializados en menjurjes contra los signos físico del envejecimiento.

Si es evidente que el miedo a la vejez no es, en el fondo, sino el miedo a la muerte, la negación de ésta en nuestra moderna sociedad es tan fuerte que, en un giro de ciento ochenta grados, la vejez se transforma en un escudo contra la mortalidad. Doble vuelta de tuerca, existen personas para quienes el temor a la vejez es superior al de la muerte y prefieren morir que envejecer.

Se habla de gente que se pega un tiro porque se ve arruinado. La quiebra económica no es la causa única del suicidio; la bancarrota moral o sentimental pueden conducir a darse muerte. Pero la decadencia física es, sin duda, un motivo de suicido que buena parte de los seres humanos comprende, cuando no incluso aprueba. Se discute, hoy día en Francia y otros países, sobre la ayuda a morir o suicido asistido, es decir, la eutanasia, cuando la enfermedad incurable se agrava y el dolor físico se vuelve insoportable. Existen los suicidios por honor… sobre todo en un pasado más glorioso. Como hay también todavía en nuestros prosaicos días quienes se dan muerte por amor o, más bien, por desamor del ser amado. El suicidio puede también tomar la forma suave, casi secreta, de quien se deja morir, sin comer o tomando riesgos que no pueden sino terminar de manera mortal un día cualquiera.

Recuerdo haber escuchado en mi infancia decir de alguien que enterraban: “No soportó ver los estragos de la edad.” ¿Cómo habría podido comprender en esa lejana infancia qué significaban esas palabras?

Hace unos meses, uno de mis más queridos amigos me dijo con gran serenidad que su mujer quería morir. Ante mi asombro, expresado con un “¿por qué?”, de incomprensión, me explicó que habían discutido ese deseo muchas veces. Comprendí que mi amigo había aceptado la voluntad de su esposa. Al recibir la noticia de su muerte recordé el porte de diosa de esta mujer, quien hacía volver hacia ella todas las miradas cuando entraba a la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras. La última foto que había visto de ella era la de una mujer de rostro abultado. Quedaban apenas unas huellas de su belleza en el relámpago de sus ojos verdes. Comprendí, entonces, que se dejó morir a causa del horror que le inspiraba esa vejez que no cesaría de ultrajar su hermosura.

“La vejez es un naufragio”, frase utilizada por Charles de Gaulle al evocar a Philippe Pétain (presidente de Francia durante la ocupación nazi) en sus Mémoires de guerre, se inspiró en las Mémoires d’outre-tombe de Chateaubriand. El término “vejez”, utilizado en esta cita, designa la edad última del ser humano, durante la cual la senescencia se vuelve visible. Su asociación con el término “naufragio”, del latín naufragium, de navis, navío, y frangere, quebrar o romper, nos indica, a través de una metáfora, que la vejez es un derrumbe y un final. Esta visión de la vejez no es universal y De Gaulle lo sabe bien puesto que escribe sus Memorias a una edad avanzada y en perfecta lucidez.

Quizás no temer la vejez es el mejor escudo contra sus maleficios y, en cambio, aceptarla como algo deseado es aprender a vivirla. Cuántas veces no deseamos y nos deseamos una larga vida. Cada edad tiene sus secretos que, acaso, no se revelan sino a quien tiene la suerte de vivirla.

 

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