Tomar la palabra
- Agustín Ramos - Sunday, 29 Jun 2025 23:59



El terror lo sentí a los seis años. Un coche patinaba en el asfalto antes de saltar a la banqueta y avanzar contra mí y contra mi hermanita.
Regresábamos, ella y yo, de preguntar si ya era hora de que cierta tía se fuera al Instituto Plancarte. Habíamos tocado varias veces y como no abrían nos sentamos en el quicio a esperar. Ahí llegó el terror. Un coche rodaba sobre sus rines, creo. Aunque puedo revivir el rechinido y las chispas del fierro en la guarnición, no estoy seguro de eso; de lo que sí lo estoy es de que antes de cerrar los ojos esperando lo inevitable alcancé a ver detrás del parabrisas unos lentes oscuros y detrás de esos lentes el pánico. Al verme ileso y al ver a Flor boca arriba pateé la puerta de lámina. Al instante, hecha una furia, apareció esa tía, que ahí tenía dieciséis años y aquí es menor que yo. No me pegó porque vio tirada a Flor.
Cuando iba a cerrar la puerta, apareció el conductor del carro para impedirlo. ¿Por qué tenía esos lentes tan negros y un pánico gigante? Para comerme mejor, debí pensar. Preguntó por mi “abuelita y por la niña” y se largó en cuanto pude informarle que mi abue había recogido a Flor para llevarla en brazos al doctor Orozco, quien tenía su consultorio en nuestra misma manzana. No recuerdo más, yo tenía seis años y Flor cuatro. Me quedé solo igual que hoy, como calle a la entrada de los obreros a las fábricas y de las señoritas a las academias de corte y confección. Casi nadie tenía teléfono en Tulancingo, mucho menos televisión. Tampoco circulaban muchos coches…
A los diez años volví a sentir algo parecido, aunque no fue el terror súbito surgido de la bocacalle de Ocampo y Primero de Mayo. Era un mediodía de octubre de 1962 y el miedo se me había vuelto pantalón corto, odiosamente corto, ropa necesaria para salir de la mano de Flor. Ah, porque cuando las llantas delanteras chocaron en el filo de la acera el carro se desvió unos centímetros y apenas nos pasó rozando, machucándole a Flor los deditos de un pie y parte del empeine. A partir de ahí, si andábamos en la calle y oíamos o veíamos un auto, buscábamos refugio en la puerta más cercana, como escondiéndonos en el umbral más próximo después de molestar las pocas casas con timbre. Pasado el peligro dejábamos la trinchera. A los diez años, repito, viví de nuevo la pesadilla de la calle desierta.
El mundo se acabaría porque a la hora de entrada a las academias de corte y confección el comunismo iba, ¡pum!, a echar bombas atómicas a Estados Unidos y a México (empezando por Tamaulipas, más precisamente por Tuxpam, sic). Saliendo del colegio de monjas donde aprendí caligrafía, aritmética y horror al comunismo, intenté detener con toda el alma esa hora en el único reloj de casa, un despertador Westclox que, literal, respingaba en la cocina cada segundo. La angustia ‒estreno de ropa interior, trusa y camiseta, calcetines, gota helada‒ repasaba mis vértebras como tabla del nueve. La aguja del minutero ya no era el carrito de feria chocón que zigzagueaba sino una guillotina.
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Hoy nadie contiene ni quiere ni puede detener el avance del becerro de oro hacia “un fin espantoso”. Sin embargo, sobre la desolación y los malos augurios, la memoria de la imposible victoria de Vietnam en 1975 nos bendice. Ningún gobierno se puede atribuir ni esa ni la victoria de 1945. Ni el de China ni el de la Unión Soviética estalinista. Ni siquiera Ho Chi Minh, muerto en 1969. Porque Vietnam venció, solita y sola, con todas todas las armas a su alcance, con las manifestaciones de la mejor humanidad, con la crítica radical del pensamiento y el arte, con boicoteos y paros, con la decencia del mejor mundo. Aquí y ahora, como entonces, venceremos. (Continuará.)