Cocinar y comer: el festín de estar juntos
- Mario Bravo - Sunday, 03 Aug 2025 09:39



I
Tras descubrir el fuego, nuestros ancestros cocinaron alimentos para sobrevivir, aunque también, lentamente, revistieron tales actos con un sentido de amor, esmero, goce. El fuego y la cocción crearon las condiciones para que el cerebro humano creciera, la digestión fuese eficiente y el tiempo no se diluyera en masticar, durante horas, pedazos de algún animal cazado previamente. Desde antiguos calendarios, aquello saboreado por hombres y mujeres no se anida únicamente en las papilas gustativas, sino también en el olfato y la mirada. Quizá por ello, el ya fallecido chef Anthony Bourdain se maravilló al evocar las potencias que habitan en las praxis de cocinar y comer, con las cuales se halló capaz de “inspirar, asombrar, provocar, excitar, deleitar y deslumbrar. Tenía poder para hacerme gozar a mí y a
los demás”.
II
En el cuento “Mi madre andaba en la luz”, Haroldo Conti constató los múltiples sentidos del verbo cocinar, y así narró un tierno recuerdo: “Mi madre, abajo, acaba de echar leña a la cocina económica que no se fatiga de arder y soplar todo el día. Es una vieja cocina ‘Carelli’, de tres hornallas, fabricada en Venado Tuerto y creo que la casa empezó por ahí, por esta cocina que mi padre trajo en un charret desde Bregado, donde la compró de segunda mano y la montó en medio de un claro, al reparo de un árbol, y después empezó la casa. Mientras siga encendida mi casa vivirá. Mi madre es esa sombra encorvada frente a la cocina. Ha pasado allí gran parte de su vida, desde que mi padre instaló la ‘Carelli’ junto a aquel árbol cuyas raíces deben estar todavía debajo del piso de ladrillo. Yo entro y salgo de mi casa, es decir, de esta cocina que es donde transcurren nuestras vidas.”
III
“Comemos nuestros recuerdos, los más seguros, los más sazonados de ternura y ritos, que marcaron nuestra primera infancia”, afirma Leo Moulin en el libro Europa en la mesa. Precisamente acerca de tal conexión entre memoria y alimentos, la filósofa Silvana Rabinovich comparte el siguiente milagro culinario con La Jornada Semanal: “Cuando yo tenía cuatro años, mi padre murió de cáncer. Antes de fallecer, ciego y confiando en su hermana, firmó la cesión de todo lo que teníamos (excepto la casa). Mi infancia tuvo el amor de mi madre triste y derrotada, apoyada por sus padres; mi abuelo, especialmente, me enseñó a jugar el juego de descubrir las raíces de las palabras hebreas. Como la economía era estrecha, mi mamá una sola vez al año preparaba el pastel más rico del mundo: su pastel de chocolate, mismo que hice una sola ocasión bajo su dirección y nunca más hallé la receta.”
”En México, un jueves de 2006, en mi casa traducía (del hebreo) el libro Una tierra para dos pueblos, de Martin Buber. Traducirlo fue muy especial para mí porque mi imaginación traductora es megalómana y creía que, si ponía la palabra adecuada, entonces abriría las puertas de la paz; pero si no podía, infortunadamente, se perpetuaría el odio. En ese estado me encontraba (“estado de traducción”, lo llamo) cuando, de pronto, me llegó la receta olvidada... Y me dije: “La haré el sábado”, pero me detuve y entendí que no esperaría dos días para comprobar la veracidad de semejante mensaje. Fui a la tiendita, compré lo necesario… ¡y sí!, aquella era la receta misma. Agasajé a mi familia con ella y reparé en la fecha que aquel día marcaba el calendario: 25 de enero, cumpleaños de mi mamá. Ella (fallecida en 1991) cumpliría ochenta y un años.”
IV
“No saborear nada ni decir una sola palabra sobre los alimentos” fue la consigna de los invitados a una cena en el filme El festín de Babette, historia ambientada a finales del siglo XIX en un poblado de Dinamarca. Allí, la visión luterana del cristianismo asumía como pecaminoso al placer, tal como degustar manjares gastronómicos. El banquete referido es elaborado por Babette, quien en París fue jefa de cocina en el Café Anglais pero, tras la guerra civil, huyó y encontró refugio en aquella aldea danesa. Años después, al ganar la lotería, gasta su premio en agradecer a sus hospitalarios y ancianos comensales: les ofrece vinos, champaña, sopa de tortuga, codornices en sarcófago, quesos, frutas. El general Lorens Löwenhielm es el único en prodigar palabras de asombro y goce ante los alimentos aunque, poco a poco, los rostros apáticos del resto dan paso a la dicha por estar juntos. Babette y su festín horadando el silencio. Babette y su festín haciendo que el tedio vuele y se marche, raudo, como una bandada de estorninos.
V
Lúcidamente, la historiadora Luce Giard afirma: “La mesa es un lugar de placer, antiguo descubrimiento, pero que conserva su verdad y su secreto, pues comer siempre es más que comer.” Buen provecho a usted que lee este artículo.