Fuerza y fragilidad humana Marilyn Monroe en la mirada de Arthur Miller

- Ignacio Ramonet - Sunday, 03 Aug 2025 09:13 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En esta esplendida entrevista, el famoso dramaturgo estadunidense Arthur Miller (1915-2005) habla sobre lo motivos y objetivos de su obra, su visión de la condición humana, pero también, y con gran lucidez y comprensión, de quien fuera su esposa, Marilyn Monroe (1926-1962), figura sin duda enormemente seductora y en cierta medida también trágica y muy arraigada en imaginario occidental del siglo pasado.

 

En Los Ángeles, el 4 de agosto de 1962, a la edad de treinta y seis años, por sobredosis de barbitúricos, se suicidó ‒en condiciones muy controvertidas‒ la actriz de cine Marilyn Monroe, incontestable icono mundial de la cultura popular. Marilyn había roto con el cantante francés Yves Montand; tenía un idilio secreto con el presidente John F. Kennedy y acababa de divorciarse del dramaturgo estadunidense Arthur Miller (1915-2005).

Conocí al autor de Las brujas de Salem en Venezuela en 1981. Unos amigos comunes me convidaron a pasar un fin de semana en la residencia veraniega que poseían a orillas del Caribe venezolano. Y habían invitado también a Arthur Miller y a su nueva esposa, Inge Morath, una célebre fotógrafa de origen austríaco, estrella carismática de la agencia Magnum fundada en París en 1947 por los míticos reporteros Robert Capa y Henri Cartier‒Bresson.

Arthur Miller estuvo en Caracas del 20 de julio al 2 de agosto de 1981, en el marco del Festival Internacional de Teatro, uno de los eventos teatrales más importantes del mundo en aquel momento. Miller era sin duda, entonces, junto con Tennessee Williams, el dramaturgo estadunidense más famoso. Por sus fuertes obras comprometidas y progresistas (Todos eran mis hijos, 1947; Muerte de un viajante, 1949; Las brujas de Salem, 1953; Panorama desde el puente, 1955; Después de la caída, 1964; Incidente en Vichy, 1964; Cristales rotos, 1994), casi todas ellas adaptadas al cine. Y también ‒y quizás sobre todo‒, indiscutiblemente, por su matrimonio con Marilyn.

A Arthur Miller lo había invitado a venir a Venezuela una gran dama caraqueña, María Teresa Castillo, esposa a la sazón del célebre escritor venezolano Miguel Otero Silva. En aquella ocasión, el autor de Muerte de un viajante no vino a presentar una nueva obra, sino a dar una conferencia en el marco de un Coloquio internacional organizado por la Universidad Central de Venezuela sobre el tema “Teatro y sociedad”. Junto a él, participaban en ese certamen personalidades de la talla del polaco Tadeusz Kantor, el japonés Kazuo Oono, la española Nuria Espert y la actriz británica Vanessa Redgrave, quien finalmente no pudo acudir y envió, para que se proyectase su excelente documental Los palestinos, una encendida defensa de la causa de este pueblo mártir.

No recuerdo bien dónde se situaba con exactitud la casa de verano de nuestros amigos. Pero lo cierto es que se hallaba a orillas de una inmensa playa de arena rubia, bastante aislada, entre Carayaca y Chichiriviche, en el actual estado de La Guaira. Era el sábado 25 de julio de 1981, día de Santiago Apóstol. No he olvidado aquel viaje en auto bien agitado por el mal estado de la carretera costera, bordeando vertiginosos acantilados que se desplomaban a pique sobre olas gigantes venidas directo desde el este de África... Por fin llegamos a aquella gran casona de planta baja, solitaria frente a una ensenada salvaje, bajo el calor húmedo del verano tropical.

Había una docena de invitados. Escritores, pintores, intelectuales, artistas... Arthur Miller estaba allí, en el fresco salón, sentado en un sillón de mimbre dorado fumando su eterna pipa y conversando en susurros con su compañera. Tenía entonces sesenta y seis años. Vestía una amplia camisa de lino beige, un pantalón blanco de tela y grandes sandalias con los pies desnudos. Llevaba sus inconfundibles gafas de pasta negra. A su lado, en otro sillón idéntico, con el oscuro cabello suelto y corto, Inge Morath nos sonrió con su mirada inteligente. Lucía una chaqueta como de uniforme militar, color caqui clarito, de manga corta, pantalones del mismo tejido y alpargatas verde olivo. Se parecía a Elsa Martinelli en su rol de fotógrafa y cazadora en Hatari!, la maravillosa película de aventuras africanas de Howard Hawks.

Después del almuerzo, mientras la mayoría de los invitados se retiró a descansar o a pasear por la playa, unos pocos regresamos a ese salón cuyos amplísimos ventanales daban a las dunas y al mar. Furtivas iguanas grises corrían por las arenas y se immovilizaban de pronto como diminutos dragones petrificados por el sol. Sin que nadie diera la consigna, nos dispusimos en abanico frente a la pareja estelar.

Y así empezó, desordenada y cariñosa, una conversación con el autor de Panorama desde el puente. Se notaba que, por educación y deferencia hacia los anfitriones, Miller hacía un esfuerzo para vencer su natural timidez. Se aferraba a su pipa apagada, mientras sus grandes pliegues nasolabiales tan característicos de su rostro anguloso se marcaban con mayor profundidad. En voz muy baja, para algunos que no dominaban el inglés, una amiga traducía al español. Esta conversación no fue grabada obviamente, sino reconstruida a posteriori en base a mi memoria, mis recuerdos y mis apuntes.

En esencia, esto fue lo que nos confesó Arthur Miller:

 

¿Qué le trae a Venezuela en esta ocasión ?

‒Estoy aquí, como saben, para participar en el Festival Internacional de Teatro, y también para conocer un poco más sobre la cultura y la sociedad venezolanas. Siempre he considerado que es importante entender diferentes perspectivas culturales y sociales para enriquecer mi escritura.

 

Es un honor tener la oportunidad de hablar con usted. Su trabajo ha influido profundamente en la literatura y la política. No sólo en Estados Unidos. ¿Qué le llevó a escribir y cómo surgió su pasión por el teatro ?

‒Para mí, escribir siempre fue una forma de entender el mundo y de transmitir mis ideas sobre las injusticias y las complejidades de la vida. Mi pasión por el teatro nació de mi deseo de crear un espacio donde las personas pudieran confrontar y reflexionar sobre sus propias vidas, y también sobre la sociedad en la que viven.

 

Muchas de sus obras de teatro abordan temas sociales y políticos. ¿Qué le motiva a escribir sobre estas cuestiones?

‒Mi inspiración proviene de la realidad que me rodea. La observo, la analizo, constato cómo y cuánto me afecta... Las brujas de Salem [1953], por ejemplo, fue una respuesta a la feroz “caza de brujas” del senador Joseph McCarthy, a comienzos de la Guerra Fría en 1947. Un período oscuro de nuestra historia. Me siento obligado a utilizar mi arte para cuestionar y desafiar el status quo.

 

Muchas de sus obras, como Las brujas de Salem (The Crucible) y Muerte de un viajante (Death of a Salesman), siguen siendo relevantes hoy en día. ¿Cuál cree que es la razón de esta atemporalidad?

‒Por eso que les decía, pienso modestamente que mis obras abordan temas universales como la lucha por la integridad, la búsqueda de la verdad, el sentido de la libertad y la confrontación con las injusticias. Temas que siempre serán actuales. Las sociedades cambian, pero los problemas fundamentales de la condición humana permanecen.

 

Hablando de Las brujas de Salem, ¿cómo ve la pertinencia de esta obra en el contexto actual?

‒Lamentablemente, creo que Las brujas de Salem sigue siendo una pieza muy de actualidad. La caza de brujas puede adoptar muchas formas y, en tiempos de crisis, en cualquier lugar, es común ver cómo se buscan chivos expiatorios. En algún momento los negros, en otro los judíos, y en otro los comunistas por ejemplo. Siempre los extranjeros, los inmigrantes clandestinos, los ilegales, los sin papeles... Mi obra habla de la histeria colectiva, del contagio mediático y de cómo el miedo puede corromper la justicia.

 

¿Cuál es su opinión sobre el estado actual del teatro y la literatura? ¿Cree que el arte dramático sigue siendo un medio eficaz para fomentar el cambio social?

‒Absolutamente. El teatro y la literatura poseen la capacidad única de hacer que el público reflexione sobre su propia vida y sobre las estructuras de poder que lo rodean y lo condicionan. Aunque los tiempos cambian, la necesidad de contar historias que desafíen y movilicen a las personas sigue siendo indispensable. La propia sociedad lo reclama. Y lo reclamará siempre.

 

¿Qué consejos le daría a los jóvenes escritores y dramaturgos de hoy?

‒Siempre es difícil dar consejos... Pero les diría que sean honestos en su escritura. Que no teman abordar temas difíciles, controvertidos y que busquen constantemente la verdad. El éxito no siempre es inmediato, pero la perseverancia y la integridad en el trabajo son esenciales.

 

¿Cómo le gustaría ser recordado? ¿Cuál cree que es su mayor legado?

‒La posteridad... [sonríe] No pienso en ello... Pero si acaso, me gustaría ser recordado como alguien que utilizó la escritura y su talento para luchar contra las injusticias y para iluminar las verdades ocultas de nuestra sociedad. Si mis obras de teatro pueden seguir inspirando a futuras generaciones a cuestionar y a mejorar el mundo, entonces habré cumplido, en cierta medida, mi propósito.

 

¿Está usted trabajando en algún proyecto nuevo en este momento?

‒Sí, siempre estoy trabajando en algo nuevo. Ahora mismo estoy explorando temas relacionados con el mal, con la identidad y con el cambio social. Inspirándome en diferentes culturas y contextos. Un idea me obsesiona: ¿es el Mal producto del azar, o es constitutivo de la naturaleza humana? En eso estoy trabajando... Por eso, la experiencia de viajar y de conocer nuevas realidades, como la de Venezuela, siempre favorece y enriquece mi proceso creativo.

 

¿Hay algún aspecto particular de la cultura venezolana que le ha llamado la atención?

‒Con Inge hemos quedado muy impresionados por la pasión y el compromiso del pueblo venezolano, tanto en su vida diaria como en su arte. En lo poco que hemos podido ver, nos parece que hay una energía y un espíritu de resiliencia que son realmente inspiradores. La música, la literatura, el teatro e incluso el cine, aquí tienen una profundidad y una vitalidad que nos parecen únicas.

 

¿Cómo ve la situación política y social en América Latina, y en particular en Venezuela?

‒Bueno, no soy un experto... América Latina, como es sabido, es una región de grandes contrastes y con una rica historia de luchas por la justicia, la libertad y la soberanía. Venezuela, en particular, como les acabo de decir, posee, me parece, una vibrante escena cultural y una sociedad muy comprometida políticamente. Creo que toda la región está viviendo hoy un momento de cambios y de desafíos. Estoy aquí para aprender y quizás para llevar algo de esta experiencia a mi propio trabajo.

 

¿Qué le recomendaría a un joven dramaturgo venezolano que deseara seguir sus pasos?

‒Le aconsejaría, como ya dije antes, que sea valiente y fiel a su voz. Es importante escribir sobre lo que realmente importa y no tener miedo de enfrentar las verdades incómodas. La honestidad, la audacia y la integridad en la escritura son esenciales. E insistiría en que siempre debe tener curiosidad, y buscar nuevas perspectivas y experiencias para enriquecer su trabajo.

 

Aunque nadie nos lo había prohibido explícitamente, la consigna era: no hablar nunca de Marilyn. Por razones obvias. Pero la curiosidad pudo más y, a la hora del té, cuando bajó el calor y mientras Inge Morath, con su Leica, se fue a dar un largo paseo por la playa a fotografiar iguanas y pescadores, nos atrevimos a preguntarle por Marilyn. No sin antes abordar su relación con la propia Inge…

 

Su vida ha sido muy prolífica, tanto profesional como personalmente. Si no le parece impertinente, ¿podría contarnos sobre su relación con Inge Morath, una gran artista, y cómo ella influye en su vida y en su trabajo?

‒Inge es una compañera maravillosa y una fuente constante de inspiración para mí. Nuestra relación se basa en un profundo respeto mutuo y en una admiración por el trabajo del otro. Inge posee una mirada única para capturar la esencia de las personas a través del objetivo de su cámara y de sus fotografías. Y eso siempre me impresionó. Desde el momento en que nos conocimos, en el rodaje de The Misfits [Vidas rebeldes, de John Huston, 1961] sentí una conexión especial con ella. Inge no sólo es mi esposa, sino también una indispensable colaboradora intelectual. Compartimos muchas conversaciones sobre arte, política y la condición humana. Lo cual enriquece tanto mi vida personal como mi trabajo.

 

¿De qué manera influye Inge en su proceso

creativo ?

‒Inge me enseña a ver el mundo desde nuevas perspectivas. Su habilidad para encontrar belleza y significado en lo cotidiano me inspira a explorar más profundamente la naturaleza humana en mis propias obras. Su apoyo y sus ideas son invaluables en mi proceso creativo. Además, su calma y estabilidad emocional me proporcionan un entorno seguro y estimulante para escribir.

 

‒¿Podría compartir algún momento especial o alguna anécdota que refleje la esencia de su relación con Inge?

‒Hay muchos momentos especiales, pero uno que siempre recuerdo es nuestro tiempo juntos en nuestra casa de Roxbury, en Connecticut. Inge suele salir a tomar fotografías del paisaje, de los bosques y de la gente del lugar, mientras yo escribo en mi estudio. Por las tardes, compartimos lo que hemos creado ese día y discutimos nuestras ideas. Es un intercambio constante de creatividad, complicidad y apoyo mutuos. Una anécdota particular que puedo contar es cuando Inge estaba trabajando en un proyecto fotográfico sobre la Unión Soviética. Yo la acompañé a ese país y aquella experiencia no sólo nos acercó más, sino que también me inspiró a escribir The Price (El precio, 1968), una obra de teatro que explora las complejidades de la vida familiar y las decisiones difíciles que a veces debemos enfrentar.

 

¿Qué cree que es lo más importante que Inge le ha aportado?

‒Como les estoy diciendo, Inge me enseña cada día la importancia de la paciencia, de la empatía y de la observación atenta del mundo que nos rodea. Su forma de ver la vida y su arte me ayudan a ser un mejor escritor. Pero lo más importante es que, gracias a ella, creo que soy una mejor persona. Su amor y su compañerismo son fundamentales para mí, y siempre le estaré agradecido por todo lo que me ha aportado.

 

Llegados a esta fase de la conversación, ya la atmósfera estaba lista para abordar el tema más delicado: Marilyn. Habían pasado ya casi veinte años desde su muerte... Con prudencia, le rogamos que nos dijera algo de ella... Y para sorpresa nuestra, el autor de Después de la caída no se ofuscó. Se quedó meditando un instante y, con su hermosa y grave voz contestó tranquilamente como si hablar de ella fuera, en definitiva, la cosa más natural del mundo.

 

No hay nada nuevo que yo pueda decir sobre Marilyn. No quisiera aburrirles... Pero les puedo afirmar que su belleza le dolía y más aún su celebridad. Lo que ella deseaba ante todo era ser una buena actriz, que la apreciaran por su inteligencia dramática. Por eso siguió los cursos de Lee Strasberg en el Actor’s Studio. Marilyn detestaba haberse convertido en un icono sexual, en la “rubia mítica y tonta”, y que la adoraran sólo por su cuerpo, su cabello, sus nalgas y sus pechos. Su mito acabó por destruirla.

 

¿Cómo describiría su tiempo con ella y qué impacto tuvo eso en su vida y en su trabajo?

‒Marilyn, repito, fue una persona extremadamente compleja y vulnerable, pero también poseía una fuerza interior increíble. Atesoraba una vitalidad excepcional, capaz de inundar de luz una amplia esfera de tinieblas a su alrededor... Nuestro tiempo juntos fue tanto un período de gran amor como de grandes dificultades. Marilyn era una artista profundamente insegura, a menudo tenía que luchar contra sus propios demonios. Para mí, fue un desafío constante tratar de brindarle el apoyo emocional que necesitaba. En cuanto a su impacto en mi vida y en mi trabajo, Marilyn influyó profundamente en mi visión del mundo y de la condición humana. Su lucha por ser tomada en serio como actriz y persona, en un mundo que, a menudo, sólo la veía como la chica feliz deseada por todos los hombres, como ella misma decía, y como un símbolo erótico, me hizo más consciente de las injusticias y de las presiones de la fama. Esto se reflejó en algunas de mis obras, en las que busco explorar las complejidades y contradicciones de la condición humana.

 

¿Cree usted que su relación con Marilyn afectó la manera en que era percibido usted mismo como escritor?

‒Sí. Definitivamente. Estar casado con Marilyn Monroe significaba vivir bajo una lupa mediática constante. Lo cual era agotador. Mucha gente no entendía nuestra relación y, a menudo, las opiniones sobre mi trabajo estaban coloreadas por mi relación con ella. Sin embargo, nunca me arrepentí de haberla conocido y de haber compartido una parte de mi vida con ella. Su influencia me convirtió en un mejor observador de la fragilidad humana y me impulsó a profundizar en temas de identidad, y en la aceptación de mi escritura.

 

Se lo habrán preguntado mil veces, pero ¿hay algún recuerdo particular de Marilyn que le gustaría compartir?

‒Hay muchos, pero uno que siempre recuerdo es su risa. Era, en el fondo, la mujer más triste que he conocido pero, a pesar de todos sus problemas y sus dificultades, Marilyn tenía una risa contagiosa que, repito, podía iluminar una habitación... Era, en esos momentos de alegría genuina, cuando veías la verdadera esencia de su personalidad: una mujer inteligente, divertida y profundamente humana.

 

Arthur Miller tenía razón. Más allá del sex symbol, lo que Marilyn representa, en el contexto de Occidente y de la civilización cristiana, es la crisis de una forma de religiosidad tradicional y la adopción silenciosa de otra más laica, más sensual y más pagana. Con Marilyn, durante los años cincuenta, las sociedades occidentales fueron relegando el culto cristiano de los santos para iniciar la adoración de “nuevas mitologías” y de “nuevos dioses” propuestos a la “sociedad de consumo” por los nuevos medios de masas: el cine, el deporte o la canción.

En ese ambiente naciente de las sociedades de consumo, y en el mismo panteón estadunidense en el que surge Marilyn, emergen otras “estrellas” inolvidables como James Dean o Elvis Presley, auténticas leyendas, también fallecidas prematuramente y que serán (son aún) objeto de una increíble iconofilia y veneración colectiva.

El cine mudo y en blanco-y-negro ya había producido “mitos universales”; baste citar a Greta Garbo, Jean Harlow y Rudolf Valentino. Pero en los años cincuenta y sesenta, los astros que se imponen, en cinemascope, colores y con voz propia (Brigitte Bardot, Alain Delon, Sofìa Loren, Gina Lollobrigida...), seducen a una categoría social nueva, que no existía antes, surgida en esos años estadunidenses y europeos de prosperidad y despreocupación: los adolescentes.

A la búsqueda de su propia identidad y totalmente fascinados por la celebridad, los adolescentes ‒chicas y chicos‒ de aquellos años se inspiran en las nuevas mitologías producidas industrialmente por la sociedad mediática de consumo y sueñan con dotarse de todos los indispensables “fetiches milagrosos” de sus nuevos ídolos: pantalones vaqueros, chamarra de cuero, idéntica manera de peinarse, cigarrillos, cancán, bikini, tocadiscos, moto, coche descapotable...

El panteón de los dioses nuevos que aparecen entonces les permite elegir a su ídolo personal, al que le rendirán culto, lo imitarán en su manera de vestir y cuya imagen santa ‒el póster‒ se venerará en las paredes de sus cuartos-capillas. En el retablo de las nuevas divinidades, Marilyn ocupa un lugar central semejante al que tiene la Virgen María en los altares tradicionales de los templos católicos. ¿No es acaso su nombre, Marilyn, un derivado de María? Ninguna casualidad...

Como María, Marilyn representa cierta idea de la feminidad, la hermosura, la fragilidad, la pureza, la inocencia, el dolor... Pero a la vez, en oposición a María, Marilyn encarna todo lo contrario: la sensualidad, la seducción, el celibato, el impudor, la risa, el sexo... Por eso, en la mirada patriarcal y machista, Marilyn es, al mismo tiempo, la niña y la perversa, el candor y el vicio, la Virgen y Salomé, la diosa y la diablesa, la madre y la puta...

En realidad, como nos lo dice aquí Arthur Miller, en la historia de la liberación feminista, Marilyn representa a una mujer de transición. Dueña al fin de su cuerpo y de su sexualidad, consciente de su dominación sobre los hombres, ridiculizados por su dependencia del sexo, pero aún prisionera de su imagen.

Caricatura de la feminidad hollywoodense, Marilyn abre sin embargo, en Occidente, la vía a la mujer más liberada de los años setenta y ochenta. Aquélla que, sin renunciar a su cuerpo y al placer, rompe las cadenas de la tradición, de la religión y de los clichés machistas para hacerse apreciar y respetar por sus cualidades intelectuales. Y la que afirmará, en suma, que el principal atributo físico de la mujer es... su cerebro.

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