La mirada del lector en tiempos digitales

- José María Espinasa - Monday, 01 Sep 2025 06:54 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este ensayo busca responder a una pregunta aparentemente sencilla: ¿cómo escribe ensayo un narrador?, la cual se formula a partir del comentario crítico del ensayo 'No soy un robot', de Juan Villoro (CDMX, 1956), destacado cuentista, periodista, narrador, cronista y sin duda una figura notable en las letras mexicanas actuales.

 

No soy un robot: sabemos que una afirmación como ésta, título de un reciente libro de Juan Villoro, proviene no de una afirmación sino de una pregunta a la que los navegantes de la web contestan con cada vez más frecuencia. Pero es a la vez otra afirmación, no escrita pero tal vez más rotunda: soy un ser humano. El libro, fruto del encierro provocado por la pandemia del Covid-19, reflexiona sobre nuestra mentalidad cultural actual dominada por el universo digital y me permite hacerme de nuevo la pregunta: ¿cómo lee un crítico a otro crítico? Juan y yo somos de la misma generación, me lleva apenas unos meses, por lo que es natural que muchas de sus lecturas hayan sido también mías en un determinado momento, por ejemplo, la de István Mészáros. Pero yo la había olvidado totalmente y las reflexiones de Villoro me provocaron una enorme nostalgia por aquellos años de hace ya medio siglo. Así puedo continuar con Herbert Marcuse, Marshall McLuhan, Guy Debord y varios más de los autores que cita, pero más bien lo que quiero es dejar constancia de los muchos ‒estoy tentado a decir que miles‒ de autores que menciona y que yo no he leído (algunos de los cuales, gracias a sus citas, voy a buscar). En otro tiempo el calificativo para el conocimiento que tiene Juan sería el de enciclopédico, pero es una palabra antigua, si no obsoleta, que la web hace caer en desuso. Sobre esta diversidad de lecturas volveré más adelante.

Aquí quiero ahondar más en el asunto personal. Hace ya unas tres décadas, en un coloquio sobre la literatura en español, hablé de la deriva genérica, tema que me interesaba mucho entonces, y como un ejemplo de los que puse para apoyar mi idea dije algo así como “el narrador Juan Villoro es el mejor ensayista de mi generación”. Evidentemente a la frase le podría haber quitado la palabra “narrador” pero eso la habría hecho perder cierto tono de provocación alusiva a los géneros. (Creo que agregué entonces que el mejor libro del narrador Daniel Sada era un libro de poemas al igual que el mejor libro del cuentista Francisco Hinojosa era un libro de poemas. Entre los asistentes al coloquio estaban los tres citados, Sada, Hinojosa y Villoro, que en las pláticas posteriores me hicieron saber que ellos pensaban que no tenía razón). Al leer No soy un robot volvió a mí esa idea, ya no por la preocupación de las definiciones genéricas, que han volado en astillas, sino por las características reflexivas de los ensayos de Juan Villoro, a los que considero muy buenos. Hace unos cinco años dejé constancia de eso al incluir De eso se trata en un recuento de los mejores libros de ensayos de la literatura mexicana reciente. Creo que la aseveración de hace décadas estaba mal planteada y debería haberse formulado como una pregunta: ¿cómo escribe ensayos un narrador?

Lo suelen hacer con tino y hay algunos muy buenos. Cito sólo a tres: Carlos Fuentes, Juan Goytisolo y R. H. Moreno Durán. A los tres me referiría como narradores, pero el libro que prefiero es uno de ensayos. Así, Juan es un notable cuentista, periodista, narrador, cronista y, de eso se trata, ensayista. ¿Escriben de forma distinta los narradores sus ensayos que los poetas o los dramaturgos o los ensayistas (a secas)? Es una obviedad: claro que sí. Pero hay obviedades que no son obvias. Lo refiero en este caso concreto a No soy un robot. Su faceta de periodista lo hace estar atento a muchas cosas que otros pasamos por alto, notas curiosas, declaraciones absurdas, descubrimientos científicos, realidades virtuales, cambios en las costumbres, chismes, fake news, lapsus. Y todo eso alimenta una mirada reflexiva que no camina, corre. En No soy un robot, el peligro de esa carrera es el de la dispersión, y a veces sucumbe a ella. Pero sus facultades de corredor me provocan admiración y envidia. En otros libros de ensayos he admirado su capacidad para ocuparse de un autor o de una obra precisa. Pongo un ejemplo: su prólogo a la traducción que hizo de aforismos de Lichtenberg. También admiro su capacidad para ser sintético y permitirse cambios de ritmo y de tema sin perder el hilo (lo que debe, supongo, a su práctica como columnista). En este libro hay, además, otra cosa: la enorme cantidad de referencias que maneja, leídas, vividas, relatadas… Su trabajo estilístico se teje sobre el planteamiento de una idea que sintetiza en una expresión llena de humor y capacidad sugestiva. Alguna vez pensé que en esto exageraba: el humor se desgasta fácilmente en su repetición.

 

Una estrategia de resistencia

En todo caso No soy un robot es un largo ensayo dividido en dos partes, “La desaparición de la realidad” y “Formas de leer”. La primera se ocupa fundamentalmente de los cambios que ha provocado en la sociedad el mundo digital en los últimos treinta años. Lleno de sugerentes propuestas, mi sensación fue la que en cierta manera representa la portada: un astronauta perdido en el universo, que ve ese paisaje fascinado, pero no se puede acercar a él, lo mirará siempre de lejos. Y por eso su mirada salta de una a otra estrella sin detenerse ni poder habitar ninguna de esas intuiciones.

Es probable que en esta sensación lo que prive no sean sus intereses sino los míos: el mundo digital tiene, me parece, algo fundamentalmente nocivo para la cultura, al menos para la que a mí me atrae y más allá del éxito abrumador en el llama­do nativo digital (los menores de treinta años), me gustaría pensar que es efímero. No basta decir que es inevitable (aunque creo que no lo es) sino que habría que ejercer una estrategia de resistencia. Si hace cincuenta años la televisión parecía un monstruo indestructible de múltiples cabezas, ha sido precisamente el mundo digital no sólo el que mostró su aspecto plano, sino que contribuyó a que su omnipresencia se desmoronara rápidamente. Desde luego Villoro sabe mantener el interés en el asunto incluso en aquellos como yo, reacios al tema. Y si bien parece fascinado por el éxito de ese medio ‒es su manera de ser moderno y ojalá lo fuera menos‒, en la segunda parte del libro se adentra en el tema de la lectura en tiempos del bit. En “formas de leer” el libro gana densidad e inspiración y es notable el cambio de nivel ensayístico. Incluso si la web cambia nuestra forma de relacionarnos con los textos (y con las otras personas), hasta ahora sólo ha sido en detrimento de la práctica misma de lectura, y de la relación con nuestros semejantes, y ha entronizado la publicidad y la propaganda como forma de ver y vivir el mundo, las dos caras de una moneda que no tiene canto. Criado en la galaxia Gutenberg y habitante de la galaxia Lumière, lo digital le parece banal. No lo dice, pero se puede leer entre líneas. Y en ese ámbito, además, se mueve como un maestro de esgrima reflexivo. La lectura de ese capítulo me resultó emocionante.

Volvamos ahora a sus referencias. Tal vez el autor más citado en esta segunda parte sea Ítalo Calvino. El gran escritor italiano muere en 1985, cuando el mundo de la web era aún una promesa o un espejismo. Y, además, el lector que redacta estas notas piensa que Juan lo ha leído mucho y muy bien. ¿Por qué en la primera parte siente que pasa por encima, sin profundizar, en las obras y autores citados y en la segunda no? Probablemente porque es excesiva la cantidad de referencias y su manejo es más circunstancial. Lo que interesa es seguir adelante: hay una inercia propia del narrador y no del ensayista. De allí lo que al principio de esta nota señalé: la forma de ensayar de un novelista. Siente que no puede permitirse tiempos muertos, que si el lector distrae un momento su mirada ya no vuelve al texto. En ese sentido el cuentista moderno, como el ejemplo paradigmático de Calvino, es más cercano al ensayista en su capacidad de no concluir y de permanecer en el terreno abierto. Así, el ensayo es una bitácora de sus lecturas a la vez que un viaje de unas a otras, a los cambios de mentalidad y de hábitos y sus interacciones. La lectura, como antes la conocíamos ‒digamos, hasta hace medio siglo‒, ya no existe, se ha modificado profundamente y los escritores de la generación de Villoro (la mía) han sufrido en carne propia y de manera muy distinta ese cambio. Juan transforma eso en una apasionante narración con el temperamento de quien no puede mirar atrás. Tampoco puede detenerse y mucho menos regresar: el objetivo siempre está delante.

La intuición le indica al narrador que no puede, sin embargo, proceder como en la novela: no puede ser conclusivo ni poner punto final a su argumento. Las novelas inacabadas e inacabables del siglo XX ‒En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos‒ son una comedia humana distinta de la escrita por Balzac. Su inacabamiento es profundamente humano y eso lleva al sentido fragmentario que ha permeado algunas escrituras postmodernas. Si Juan quiere decir algo, no practica ese ensayo que se vuelve sobre sí mismo con fascinación autocontemplativa. No está, su ensayística, en la cauda de Hugo Hiriart y sus telarañas, elemento natural por cierto que tiene algo de metáfora de la red digital: está diseñada como trampa devoradora. De No soy un robot podríamos desprender una estrategia de resistencia: transformar la red en un rizoma, aquel que proponía Deleuze como “método”. Al empezar dije que la afirmación “no soy un robot” lleva implícita la afirmación “soy un ser humano”, pero eso no basta, es imperativo volvernos a preguntar en tiempos de la inteligencia artificial qué significa ser humano.

 

 

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