'Vocho', el auto del pueblo

- Gabriel Santander - Monday, 01 Sep 2025 07:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Toda ciudad está compuesta por calles, postes, algunos árboles y un montón de gente de a pie. Aunque no todos andan a pie. En el trajín de Ciudad de México hubo un elemento sin el cual no se entendería la historia de su movilidad: el Volkswagen Sedán. Durante cuatro décadas, este vehículo formó parte del destino de la mayoría de los habitantes de la ciudad capital.

 

El miércoles 30 de julio de 2003 fue un día triste para aquella quimera que se hace llamar chilanga: ese día, en la emblemática armadora de Puebla, se produjo el último Volks­wagen sedán en el mundo. Con el número de fabricación 21’529,464, el coche fue despedido con mariachis, flores y algarabía. Le tocaron “Las golondrinas” y el vochito se fue, se fue para siempre, descomponiendo el ánimo de muchos. Era ruidoso, con un diseño bizarro y daba problemas con el equipaje; a cambio de eso, se moría en la raya, pedía poco de comer y literalmente ni una gota de agua, con puro airecito se la llevaba. Era el más aguantador de todos. Muchas veces se arreglaba soplándole como a un moribundo que no se acaba de morir.

Los platinos se tallaban con lija y a seguir su incansable camino. No pocas veces la banda del motor fue sustituida con la media de una dama y, como fuera, sacando la lengua, siempre te llevaba hasta tu casa.

Nadie sabe para quién trabaja; el “auto del pueblo” fue una iniciativa de Adolf Hitler, con la asesoría técnica del Ingeniero Ferdinand Porsche. Esta máquina, hija del fascismo alemán de los años treinta del siglo pasado, llegó a México en 1954 y se produjo su primera unidad en 1964. Para los ochenta, el vocho era un indispensable, no sólo era el automóvil que podía adquirir cierta clase media, aún venida a menos, sino que terminó siendo el transporte público más emblemático de la capital, el infinito minitaxi.

Pero este auto no sólo formó parte importante del paisaje urbano, también fue un vehículo de anécdotas y recuerdos. ¿Quién, en Ciudad de México, sobre todo las generaciones que nacieron y crecieron en los sesenta, setenta, ochenta y parte de los noventa, no recuerda alguna anécdota en este carro? Para quienes viven en el DF (así se llamaba su hábitat), el vocho es como Acapulco, nos acompaña invariablemente con una historia, por pequeña que sea. ¿Quién no fajó, folló y hasta parió un hijo en un Volkswagen? Claro, no todas las anécdotas son agradables; en aquel minitaxi pasaron innumerables fechorías, algunas de ellas con un destino trágico. De forma coincidente, con el minitaxi vino aparejado el auge de los asaltos y los secuestros exprés. Los capitalinos comenzaron a ser rehenes de su propia ciudad, y el vehículo más utilizado fue ese taxi al que se le había su­primido el asiento del copiloto.

Cómo no recordar cuando viajamos de ida y vuelta mis primos y hermano mayores desde Ciudad de México hasta San Francisco en un vocho (“verde Xóchitl”). O cuando iba con mis compañeros de la prepa al Pedregal de San Ángel, manejando el Volkswagen sin placas un as del volante, para tomar las curvas del fraccionamiento a toda velocidad y ver si ese grupo de adolescentes perdían la vida con un Sprite en la mano. Y así, los mexicanos podrían hacer del tema un anecdotario interminable.

Con todo el servicio y alegría que provocaba el “Cupido motorizado” no dejaba de ser un automóvil, una cosa que no tardó en tener su leyenda oscura. Bien predecía William Faulkner: “Se vivía aún en la fabulosa y legendaria época en que no existía contradicción entre automóvil y alegría… antes de que los automóviles mataran más personas que las guerras.” Por mucho, en la vida, el accidente es el accidente automovilístico.

Por varias razones, la historia de la humanidad está ligada a la historia del automóvil; el Ford T inaugura la producción de las formas y objetos que nos rodean hasta el día de hoy, y uno de los mayores mitos mercantiles es el automóvil, siempre asociado a un destino metafórico o terrenal.

No hay mejor ejemplo del vocho como cuerpo, que la autopsia que le realizó el artista Damián Ortega, modelo hace no mucho exhibido en el Palacio de Bellas Artes. Así, fragmentado, nos recuerda la ironía de Nicanor Parra: “No nos echemos tierra a los ojos: el automóvil es una silla de ruedas.”

Asociado a un montón de cosas, el Volkswagen sedán tiene su mayor virtud en ser de todos: el auto del pueblo, así se traduce; hasta los pinches rateros lo hicieron suyo.

La nostalgia tiene algo de enfermedad. Como sea, al vocho se le extraña en Ciudad de México y su historia no es fácil de olvidar. A través de su espejo retrovisor vemos un espacio que se aleja porque al frente hay otro: una ciudad llena de tristes baches.

 

 

 

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