El verdadero bárbaro: hegemonía y dominación
- Alejandro Badillo - Sunday, 07 Sep 2025 08:21



La historia de la humanidad imita, muchas veces, un movimiento pendular. Regresan ideas que se creían superadas pero que, en realidad, sólo estaban bajo la superficie, esperando el momento de ser normalizadas en la propaganda política. Estas ideas no se replican con exactitud, sino comparten rasgos fundamentales y desarrollan, según los contextos, algunas diferencias. Una de estas ideas es la lucha entre la civilización y los bárbaros que buscan desintegrarla. Es la oposición entre razón y lo salvaje. Después de la disolución de la URSS y el aparente triunfo de la globalización se inauguró una era que se vendió como ajena a las ideologías del pasado. En esta etapa, una sociedad cada vez más uniforme abandonaría los viejos paradigmas para integrarse en la red de consumo mundial. El libre mercado conduciría, según esta misma fantasía, a un territorio despolitizado y gestionado por las habilidades que adquiriría el ciudadano global. En esta visión, los fantasmas del racismo y la xenofobia eran episodios superados. En los felices años noventa del siglo pasado, la administración Clinton promovía la meritocracia como el modelo que cualquiera podría usar para ascender en la pirámide social. Mientras la propaganda neoliberal se difundía en la academia, escuelas y medios de comunicación, el dominio de Estados Unidos ajustaba el mundo a una lógica que desbarataba el Estado de bienestar construido después de la segunda guerra mundial. Los perdedores de esa política fueron, como se sabe, cada vez más numerosos.El 11 de septiembre de 2001 terminó la era de la utopía global y empezó la era del miedo. Estados Unidos y sus aliados históricos necesitaban un enemigo que reemplazara al comunismo. Richard Nixon y Ronald Reagan habían creado –en las décadas anteriores– la guerra contra las drogas para amenazar a una parte de la sociedad estadunidense y disciplinar a población marginada de la prosperidad de la segunda mitad del siglo, como los afroamericanos y los latinos. Ahora, en el nuevo siglo, los enemigos no son los vendedores de crack en las calles o las pandillas adueñándose de barrios enteros; el nuevo adversario es el musulmán que se inmola en cualquier ciudad de Estados Unidos o Europa. No importa el contexto social de los terroristas ni las razones de su extremismo. En el imaginario del autonombrado Occidente se propaga la idea de hordas de extranjeros que rechazan a la civilización y que, irracionalmente, buscan vengar las incursiones de Estados Unidos y sus aliados en Medio Oriente. Muchos, después de los atentados del 11-S, acudieron a referencias como El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, del politólogo Samuel Huntington. Publicado en 1996, a partir de un ensayo escrito tres años antes, el libro parte de una idea fácil de vender por su simpleza y maniqueísmo: las civilizaciones son estructuras sociales homogéneas que luchan entre sí por imponer su hegemonía. La religión, en esta visión, es un elemento central que divide y confronta a las diferentes regiones o áreas de influencia en las que Huntington divide el mundo. El bárbaro musulmán, por poner el ejemplo más evidente, es un radical que descree de la racionalidad para entregarse a fantasías apocalípticas en las que hay una purga de infieles. Antepone la fe al pensamiento. Entonces, ante el fracaso de la cruzada civilizadora en Medio Oriente sólo queda el exterminio del salvaje y el fin del mundo abierto para construir países, ciudades y zonas urbanas amuralladas. Este tipo de ideas no sólo se volvieron cada vez más populares, sino que también demonizaron a grupos al interior de los países, sobre todo los occidentales: los inmigrantes, los indocumentados, los indigentes o las organizaciones que luchan por derechos laborales, sexuales, entre otros, son los villanos favoritos. La fobia a estos grupos tiene, por supuesto, un alto componente racista, pues los supremacistas blancos no aparecen en el mapa de la barbarie. Uno de ellos, Timothy McVeigh, fue autor del atentado de Oklahoma City el 19 de abril de 1995, en el que murieron 168 personas.
El miedo como modelo de cohesión social
El bárbaro ha tenido una historia extensa en el imaginario occidental. En el terreno de la fantasía se presenta como invasor extraterrestre y, en los años recientes, ha cobrado popularidad el zombi. Los muertos vivientes aparecen en series como The Last of Us o Game of Thrones. En la obra de J.R.R. Tolkien los servidores del mal absoluto, Sauron, son orcos, criaturas deformes que están a medio camino entre el humano y la bestia. Los elfos, enanos y hobbits tienen que unir fuerzas para derrotar a los salvajes que se multiplican aceleradamente en las fronteras de sus pacíficas comunidades. Julio Cortázar, por su parte, imagina algo peor: una presencia que expulsa a los hermanos que protagonizan “Casa tomada”, uno de sus cuentos más famosos. Más allá de que el escritor argentino no coincidiera necesariamente con la interpretación política de su historia, la alegoría de los hermanos que viven de sus rentas –dignos representantes de la burguesía de su país– amenazados por un enemigo indefinible, remite a la fobia de la clase acomodada por el despertar y los reclamos de los pobres. En otras ficciones como la gran novela de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros, el bárbaro es el método ideal para controlar a un país. El peligro del invasor vendido por la élite a los ciudadanos sirve para crear una normalidad artificial. El peligro inminente que aparece en un futuro próximo, aunque nunca se materialice, es la representación ideal del miedo como modelo de cohesión social. No es gratuito que Buzzati haya escogido como antagonistas a los tártaros, pueblo de origen asiático que asedió las fronteras europeas durante mucho tiempo.
El bárbaro es una representación que necesita Occidente para justificar su dominio global. Esto ha ocurrido desde hace mucho tiempo, aunque ahora se propaga en un mundo hiperconectado por internet. La oposición entre civilización (representada por Occidente) y lo salvaje que lo asedia es, como cualquier propaganda, una construcción sin argumentos históricos. Occidente es una ideología que sirve para someter al ahora llamado Sur Global. No es, en absoluto, una fuerza civilizatoria cuyos orígenes se remontan a la Roma y Grecia antiguas. Inglaterra y otros países europeos –de quienes Estados Unidos tomó la estafeta– hunden sus raíces en lo bárbaro, pues su construcción fue hecha a partir de numerosas mezclas y vínculos con extensas regiones de Medio Oriente y lugares aún más lejanos. Tampoco es un heredero impoluto del cristianismo. A pesar de esto, en la actualidad se esgrime el mito de un Occidente inmaculado enfrentado a un enemigo existencial, como si estuviéramos de vuelta en la era de las Cruzadas. En esta nueva lucha ideológica, el bárbaro no sólo es la némesis del mundo civilizado sino el espejo en el que se mira y busca infructuosamente su identidad. Occidente se define, ante el colapso del futuro y la pérdida de la esperanza, no por lo que es, sino por lo que no es, ya que no hay una utopía a la cual llegar. Países como Israel, por ejemplo, sustentan su política a partir de la oposición al mundo musulmán, por esta razón no sólo lo demonizan sino lo someten a una deshumanización radical. El bárbaro, entonces, pierde incluso su esencia humana para convertirse en una plaga que debe erradicarse para el bien de los países civilizados a pesar de que éstos son, en realidad, el factor más importante de desestabilización global. De esta manera, no es difícil llegar a la conclusión de que ese artificio llamado Occidente siempre ha sido el verdadero bárbaro gracias al despojo, el exterminio, el supremacismo racial y las nuevas formas de colonización que vemos todos los días en las noticias.