Ciudad de México 1985: cuando el tiempo se detuvo

- Hermann Bellinghausen - Sunday, 21 Sep 2025 06:52 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El sismo de 1985 generó un cambio profundo en la población de la ciudad, incluso del país. El “otro temblor”, se le llama a ese cambio en esta crónica de lo ocurrido a la vez personal y socialmente, porque la tremenda sacudida despertó otras fuerzas que pusieron en evidencia el carácter individual y comunitario de los habitantes de la urbe.

 

Alas 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985 todos nos volvimos locos. Los que no, fue porque se murieron. En el lagar acostumbrado de nuestras certidumbres las cosas se trastocaron. Minuto a minuto, uno recuerda lo que siguió a esa hora en punto. Nos contamos y nos lo contaron miles de veces en las semanas, los meses y los años siguientes. Cronistas y fotógrafos no se la acabaron. El mazazo y sus rebotes nos trajeron de un ala por largo tiempo. La Ciudad de México, el entonces llamado Distrito Federal, y los defeños (cuando “chilango” era un insulto que vino del norte, no un patronímico consensuado), se transformaron a escala histórica.

Cuando digo que nos volvimos locos, generalizo sin exagerar. Pero la locura que nos dio fue, digamos, buena, en el momento, y a largo plazo. El espanto y el miedo duraron poco. Desde los primeros minutos después de la catástrofe prendió una contagiosa solidaridad espontánea, desinteresada, una onda expandida desde los miles de sitios donde el terremoto dejó su mortal tiradero. La determinación de ser útil, ayudar y alivianar se apoderó de todos, empezando por los vecinos y parientes sobrevivientes, los que venían pasando, los ilesos. Una multitud dispersa se concentró en remover escombros, sacar personas y personitas muertas y sobre todo vivas. Nunca antes, y nunca después, se vieron tales ríos de carros bajando tanto del Olivar de los pobres como de Las Lomas de los ricos rumbo al viejo lago en el Centro Histórico y las colonias circundantes, como las hoy trendy Roma y Condesa, pero también Narvarte, donde yo vivía, la Doctores, la Morelos, Tepito, la Guerrero. Las unidades Benito Juárez y Ciudad Tlatelolco estaban en ruinas o malheridas. Edificios caídos o colapsados por doquier, escenas dramáticas y estampas trágicas, heroísmos anónimos. Todos los géneros del realismo crudo en un vasto fresco conmovedor y urgente. Ni cuenta nos dábamos de lo bien que nos portamos.

 

“Tome los que necesite”

Tantas historias como gentes. El cunero del Hospital General resultó una cápsula en la tragedia para decenas de recién nacidos que permanecieron incubados y vivos en medio de los cadáveres de madres, enfermeras, médicos y trabajadores. El Juárez, hospital de los más pobres, aquella gran torre atrás del Metro Pino Suárez, sepultó a quien pudo. Entre centenares, allí murieron mi maestro de Urología y el juguero que en una época me servía pollas y licuados de alfalfa. A pocas cuadras, las costureras de San Antonio Abad.

Todos tuvimos formas de tomarlo en lo personal. Por entonces llevaba un tiempo haciendo crónica urbana como nueva afición, un oficio nacido de mi romance con La Ciudad. Perdidamente enamorado de ella, tanto que me resultó difícil contar la tragedia. Pasé tres meses enfermo de las vías respiratorias sin lograr curarme. Cómo no, si el polvo en el aire y la tierra revuelta dominaban la atmósfera, a cada rato caían edificios y las máquinas removían miles de toneladas de escombros.

En la esquina de mi casa entonces en Mitla, sobre la calle Morena, hubo durante días una pila de ataúdes de pino que se renovaban a diario, y un letrero: “Tome los que necesite.” En Xola una bola inmensa demolía los edificios.

Aparecieron los primeros “topos”, que se metían en las ruinas y rescataban personas y mascotas, sacaban cuerpos, cosas de valor para los sobrevivientes. Los primeros perros salvadores se cubrieron de gloria. Y la gente, ora sí que de a pie, sacó lo mejor. Nunca fuimos más desinteresados, libres y determinados. El balbuciente gobierno de Miguel de La Madrid instauró el temible Plan DN III, el de emergencias y desastres, que autorizaba al Ejército imponer disciplina, toque de queda y hasta disparar a los que no obedecieran. Más allá del miedo, a la población le pareció una tontería, de inmediato se dijo a los soldados baja tu arma, arremángate, ayúdanos a quitar escombros, rescatar gente atrapada, atender heridos, alimentar a los damnificados.

El jueves 19 de septiembre me la pasé caminando por la ciudad como un zombi. La réplica del sismo me sacó más susto que el primero. Al presidente lo agarró en la calle y salió por televisión en vivo. ¡Ay güey! Vi las jaulas y viviendas de azotea de Tlatelolco tiradas en el suelo, el hotel Regis en llamas, los condominios caídos de la Unidad Benito Juárez. En Tepito las vecindades se desplomaron, en las colonias al sur del Centro y en el Centro mismo, casas y edificios colapsados dejaban asomar piernas en piyama, colchones, manos náufragas, cabelleras inmóviles. Los cuerpos de vecinos se apilaban en las banquetas. La Superleche en San Juan de Letrán y la torre de la SCOP fueron castillos de naipes.

Madreado y todo, escribí lo que pude, que no fue mucho. Crónicas en La Jornada y el semanario Punto de Benjamín Wong, algún poema inútil en Nexos. Más bien me volví loco. Desarrollé fobia a elevadores y alturas, susto mortal en los apagones, obsesión temática insoportable, tristeza y euforia. La gente de mi ciudad fue hermosa y entrañable como nunca. Supongo sin datos que bajaron los índices delictivos. Los saqueos fueron esporádicos. Plazas, parques y calles se poblaron de campamentos. Saber ilesas y fuera de peligro a mi hija de tres años y a toda la familia me permitió dar rienda suelta al desvarío disfrazado de interés profesional. Ese día La Jornada cumplía su primer año. Los colegas reporteros y fotógrafos lograron un registro indeleble que aún hoy es admirado.

El estadio de beisbol, entonces Parque del Seguro Social, se convirtió en una gran morgue a pocos cuadras de mi casa. El diamante, las cuatro bases, el medio campo y los tres jardines se poblaron de cuerpos por identificar.

 

El otro temblor

Durante un largo tiempo desperté cada día recordando algo el temblor. El cambio de la población, los jóvenes en particular, fue profundo y trascendente. Un año después la Universidad Nacional vería nacer al Consejo Estudiantil Universitario (CEU) y en 1987 su huelga victoriosa. Para 1988 la ciudad había dado la espalda al PRI de una vez por todas. A pesar del fraude electoral de Carlos Salinas de Gortari, la capital se volcó por la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Todo un fenómeno que hizo temblar por dentro al partido del Estado. Una década después el propio Cárdenas sería primer Jefe
de Gobierno electo y el PRI nunca más
volvió a ganar.

Nacieron importantes organizaciones de vecinos y damnificados. La conciencia colectiva tomó la vida en sus manos. Vimos hazañas de las brigadas de rescatistas, los comedores, la lucha de las costureras, las expresiones culturales novedosas de Superbarrio, Felipe Ehrenberg, Barro Rojo, la eclosión de Tepito Arte Acá, Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio.

En fin, tuvimos ojos y manos para descoyuntar el desastre. Escribí entonces en Punto: “Vivir para oír. ¿Qué silencio apagará el crujido de las casas, el timbre argentino de los vidrios, las voces de un río salido de madre? Al llanto lo siguen latidos de picos y palas, una respiración de bulldozer, al coro inicial de sirenas lo suplen frenos de aire: cientos de camiones llevan a la fosa común de todas las piedras ‒lejos, donde nadie las vea‒ las partes de eso que fueron nuestras casas, los huesos rotos de una ciudad de palacios.”

La cordura regresó paulatinamente. Ya nadie era el o la de antes. Nada fue igual. La herencia del temblor nos hizo sentir una mejor sociedad. La llamamos “civil”.

 

Versión PDF