Hormigas de colores: 19 de septiembre, Ciudad de México
- José Luna* - Sunday, 21 Sep 2025 07:40



La ciudad es un apocalipsis de cascajo
Elena Poniatowska
Estás parado en la esquina de la calle Simón Bolívar. Ahora hay un muro metálico lleno de publicidad. El rojo del semáforo detiene los autos, el ruido de sus motores llena la calle. Detrás de esa barda cubierta de propaganda hay camiones estacionados. En este mismo lugar, hace ocho años, miles de voluntarios treparon los escombros para buscar vidas. Un pico golpea el concreto. Una pala arrastra el cascajo. Un puño se levanta entre los escombros y el lugar se queda sordo. Aguardas. Inmóvil. Después de unos segundos el brigadista señala que no hay nada. Estás a seis metros del suelo, encima de lo que fue un edificio que se construyó en 1960, que se empleaba como fábrica y bodega.
Si las hormigas forman hileras para alimentarse y construir sus refugios, aquí hay miles de cascos de colores que trabajan para limpiar los escombros intentando encontrar algún tipo de esperanza. Hace más de veinticuatro horas el golpeteo de las máquinas de coser era algo rutinario en la calle de Bolívar 168; ahora, los sonidos de las herramientas que taladran inundan esta zona
sin descanso.
Hace cuarenta años, a las 7:19 de la mañana, los edificios de San Antonio Abad, República de Uruguay, Belisario Domínguez y José María Izazaga se desplomaron, sepultando a mil seiscientas mujeres de la industria textil. El 19 de septiembre de 2017, otro edificio cae en la esquina de Chimalpopoca y, de nuevo, varias costureras quedan sin vida. La historia se repite. Se repite la sacudida del suelo. Se repiten tus palabras. Desde el sismo de 1985 no había ocurrido una catástrofe que te recordara tal sufrimiento.
Los pedazos de cascajo se pasan de mano en mano. En este momento te sorprende la importancia de las cubetas que son acarreadas hacia los camiones de carga. Un grupo de hombres jalan al unísono con cuerdas un auto aplastado. En las orillas, algunos cascos de colores descansan sobre las banquetas. Unos comen lo que la gente ofrece: bolillos, tacos, pan, botellas de agua. Otros están dormidos y algunos descansando en las orillas del desastre.
Sobre el montículo de escombro un rescatista metido entre las varillas cubiertas por el cemento pide una palanca. Volteas hacia todos lados y las manos se conectan por una barra de acero. No ves sus rostros. Sólo distingues el movimiento de las manos que se sincronizan para que la herramienta llegue lo más rápido posible.
Llevas más de ocho horas caminando entre pedazos de concreto, tierra y polvo. Un hombre con una grabadora y un micrófono en la mano busca alguna señal de un sobreviviente. Los rescatistas perforan los techos gruesos con lo que tienen en las manos. Un militar viene con un perro que con su hocico apunta hacia el agujero y le suelta la correa. El can sale moviendo la cola. Otros cascos de colores llegan con gatos hidráulicos y polines de madera para apuntalar la
estructura.
A través de huecos de apenas veinte centímetros los hombres se arrastran sacando más escombros. Con la fuerza de varios, jalan un pedazo de muro y alcanzas a ver unas piernas cubiertas de polvo. Sus botas te hacen saber que es una mujer. La otra mitad tiene una losa muy gruesa sobre su cuerpo, como un sándwich de concreto. El militar te voltea a ver y te ordena que no tomes fotografías. Otro llega por detrás y te empuja para que te alejes de la zona. Miras tu reloj y pasa de las 7 de la mañana. Bajas del montón de tierra. Empolvado. Te sientas en la esquina. Ahora sientes que te pesa el cuerpo. Te pesa la cámara. Te duele el brazo.
Y te das cuenta de que se te acabó la batería.
*Narrador y ensayista, su libro más reciente es Relatos de lo sutil (2025).