




Otra familia de tantas
Gilma Luque (Ciudad de México, 1977) es autora de cinco novelas en las que se exploran temas de diversa traza. No obstante, a pesar de las diferencias en cuanto a los temas, el uso del lenguaje y las metáforas con las que la autora proporciona plasticidad y elocuencia a las acciones descritas en sus obras, hay algunos tópicos que se presentan con frecuencia en su escritura. El recuerdo, por ejemplo, es un elemento recurrente en su novelística; prueba de ello es su obra más reciente El hombre en el jardín.
Inés, personaje central de esta novela, a partir de sus recuerdos reconstruye la vida de sus abuelos y sus padres. También narra su propia historia de amor y la desaparición de Emilio, su esposo, un hombre con el que ella, poco a poco, dejará de relacionarse a pesar de que comparten la misma casa.
Sobre esta novela de muy reciente aparición, hemos de destacar no pocos elementos que la convierten en una obra interesante, gracias tanto al tono y el ritmo (que podríamos equiparar a un triste adagio sostenuto), como al punto de vista desde el que la narradora cuenta su vida y la profundidad con la que se explora la ausencia de una madre que decide abandonar a su hija, la figura de un padre distante, el desamor, la pérdida y la gentrificación, entre muchos temas más.
Lo que destaca desde las primeras páginas es su carácter fragmentario. La obra está compuesta de pequeños capítulos y cada uno de ellos se concentra en un momento particular de la historia de Inés. En alguno de esos capítulos la narradora describe la relación que tuvo con Aurelia, su madre. Concluye este capítulo y comienza otro en el que Inés ya es una mujer de cuarenta y cuatro años en una casa poblada de ausencias, llena de polvo. Damos la vuelta a la página e Inés, muy joven, aparece con un libro de Phillip Roth entre las manos y aguarda la salida de un avión mientras observa a un hombre de cabello desordenado y barba crecida. Un capítulo más y nos enteramos de que ese hombre es Emilio, el esposo de Inés, que luego vivirá en el jardín. Un jardín oscuro, borrascoso, porque de pronto, en un salto de página, el jardín idílico de la infancia se ha transformado en una selva incomprensible que no sólo devora el orden y la belleza, sino que se convierte en el símbolo de la apatía y el desencuentro entre los amantes. Así, Gilma Luque nos conduce por los pasillos de la memoria de Inés, pero selecciona sólo aquellos recuerdos que son imprescindibles para que comprendamos que la vida de una persona en aparente unidad, está hecha de esas ráfagas de miedo, asco, desarraigo, deseo, odio y amor que nos reconstruyen cada día de modo dinámico.
Por otro lado, los personajes de esta novela apenas tienen carne humana; más que real, su peso es mítico. No poseen rasgos específicos y no necesitan tenerlos pues lo que importa es la idea que encarnan: el abuelo que simboliza la sabiduría; la abuela que representa a la madre nutricia; Patrick es el padre torpe, capaz de amar, pero incompetente para hacerlo. Inés, la mujer que sueña o, mejor dicho, la mujer que recuerda que alguna vez soñó, y Emilio es el amante que se clava en la carne con su olor a paraíso, y que se desvanece, enigmático, porque es regla inveterada el hecho de que los seres humanos, tarde o temprano ‒como Adán y Eva‒, seremos expulsados del Edén. Así sucede en El hombre en el jardín, los amantes salen huyendo de la casa en la playa, es decir, del paraíso, porque en la sensibilidad contemporánea el mar, el sol y las playas con sus atardeceres remojados en ginebra, tienen tintes paradisíacos. Y tiempo después también son expulsados de la casa de los abuelos, en Ciudad de México, una ciudad en la que todo pequeño solar ha de convertirse en la cuna de un enorme rascacielos.
Decía Marguerite Yourcenar que las historias de amor se parecen todas, y quizá tenía razón, es un tema tan añejo como Aquiles y Patroclo, Eloísa y Abelardo, León y Emma, Inés y Emilio… Gilma Luque nos cuenta la misma historia pero según su particular sensibilidad, y en esa manera de contarnos lo que ya sabemos o incluso lo que hemos vivido, radica su originalidad y su aportación tanto al tema del amor, como a la historia de la literatura. Ya lo decía Tolstoi, todas las familias felices se parecen, mientras que las infelices lo son, pero a su modo, y la familia de Inés también lo es, a su manera.