Tomar la palabra
- Agustín Ramos - Sunday, 21 Sep 2025 07:34



Soñé que mi hermana venía de Mérida y que para acabar de darme la sorpresa casi me tumba de un trancazo en la espalda. Así sentí la primera sacudida del ’85 en el quinto piso del edificio Baja California, a cien metros del Nuevo León, en Tlatelolco. El segundo empujón fue todavía más brusco y ese sí me despertó. Corrí al cuarto donde el papaloteo de puertas y ventanas ya había despabilado a mi bebé. Apenas la iba alzando en brazos cuando el tercer sacudimiento me movió el tapete. Caí sobre la cuna. Los respingos de caballo no me dejaban levantar. La niña creyó que estábamos jugando.
‒Más papito, más ‒tenía tres años.
Tan pronto como un familiar nos dio posada a dos cuadras del hospital La Raza, la urgencia fue llamar a mi hermana, que vivía lejos de este tiradero donde la gente se organizaba como hormigas, entre viviendas caídas o a punto de caer, oleaje de sirenas, olores que daban más horror que asco y cables culebreando en los cruceros... Como las líneas telefónicas locales apenas si tartamudeaban y hablar de corrido a larga distancia era absolutamente imposible, la réplica del día siguiente por la noche me agarró saliendo de las instalaciones del Canal 13, en la otra punta de la ciudad apachurrada, a donde fui a dejar el recado para Mérida de que acá habíamos salido con bien del terremoto. Pero las principales arterias estaban coaguladas y mi vocho se quedó sin batería a la altura de la colonia Roma, en el lado más pendejo de la vuelta al refugio temporal, al este de un muro peor que el de Berlín, como quien dice.
Fui hacia uno de los escasos teléfonos públicos que funcionaban, el de la esquina de Jalapa y Obregón. Y después de una cola eterna me enteré de que 36 horas seguidas de absorber noticieros, rumores y demás mensajería del mundo adulto, le estaban pasando la factura a mi hija en forma de ataques de pánico que ni por Dios ni por los santos le paraban.
‒Necesito ir a La Raza ‒dije para mí, antes de que el siguiente de la fila me arrebatara el auricular y me hiciera a un lado. Segundos después de decir lo que dije, se abrió la portezuela trasera de un Ópel 66 que flotó desde las sombras de la calle de Tabasco.
‒Lo llevamos‒. Subí sin entender, ni entonces ni hoy, cuarenta años después, cómo pude incrustarme en ese coche atiborrado de chavos y chavas que hoy han de andar, máximo, en los sesenta años de edad.
‒Verá que todo va a estar bien‒. Sentí en la oreja los labios de la joven que me cargaba en sus muslos. Ninguna pregunta, ningún comentario aparte de aquel susurro de aliento. ¿Cómo explicarles que aquello era un error? Ahí no había lugar o no encontré manera, ahí todo era dar, dar y recibir informes a través de la banda civil.
‒Salgan por, libren tal, suban en, corten cual, cambio y fuera‒. Con ayuda de otras cuadrillas juveniles que aparecían en calles negras para iluminar atajos con linternas, silbatos y banderolas de franela, el Ópel sorteó la congestión descomunal que le salía por Insurgentes, por Revolución y Patriotismo, en ejes y calzadas. Tlalpan, Zaragoza, México-Tacuba, Ermita-Iztapalapa.
Mi aventón les tomó menos de quince minutos, minutos medidos y vividos con todas las angustias y la culpa de que soy capaz. Y eso que antes de dejarme en el hospital La Raza pasaron por dos guarderías donde, en una, pedían auxilio por el colapso de una escalera y, en otra, necesitaban suero y desechables… Tras dar el santo y seña de las ambulancias, el piloto me dejó en la rampa de urgencias donde una enfermera con mirada de ángel me tomó los brazos y preguntó el nombre de mi pacientito. Así dijo, pacientito. Yo me hice el migueldelamadrid y salí hacia Vallejo. Del Ópel sólo quedaban ecos de arrancón y tufo a hule quemado.