Pedra Branca / Roberto Bernal

- Roberto Bernal - Sunday, 28 Sep 2025 14:26 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Para Matías

 

UNA VEZ VI LLORAR a Caín Salgado. Una sola vez. Cuando un rayo mató a la yegua y al potrillo que había atado al corongoro.

Ocurrió durante la madrugada, y al amanecer, cuando Caín Salgado lloraba acuclillado, la llovizna caía sobre las costillas humeantes y expuestas de la yegua.

Yo vi a esa yegua trotar sobre las llanuras, atravesando las sombras rápidas de las nubes.

Y también vi nacer a su potrillo. Caín Salgado lo ayudó tomándola de las patas. Cayó al suelo en una bolsa de sangre. La yegua lo olió como al agua del arroyo antes de beberla. El potrillo se levantó tembloroso sobre dos patas, después, poco a poco, trotó sereno a lado de la yegua. Su corazón parecía en calma.

Ahora las cabezas de ambos animales estaban tendidas sobre el lodo. Con los ojos negros y abiertos sobre la neblina que se alzaba con la mañana.

Mi abuelo lloraba más por la culpa que por asumirse un hombre desafortunado. Antes me había dicho que nunca había que golpear a los animales.

‒Los animales ‒dijo‒ no tienen modo de defenderse.

En cambio, a Celia Reyes sí la golpeaba, aunque ella tampoco tenía manera de defenderse. Su mujer debió parecerle algo menos que un animal, porque la arrastraba por el piso tomándola del cabello.

Varias noches vi venir a Caín Salgado por el camino al otro lado de la barranca. Una sombra agitándose entre las sombras quietas de los árboles. Venía borracho, tambaléndose.

‒¡Mi mujer es una puta! ¡Celia Reyes es una puta! ‒gritaba, alborotando a los perros que le ladraban y lo perseguían hasta el final de la cerca, con esos ojos amarillos y rojos parpadeando en la oscuridad. Después su voz era un murmullo incomprensible cuando bajaba por la barranca y cruzaba el agua enlamada y arremolinada de mosquitos, aunque seguramente no paraba de decir lo mismo, que mi abuela Celia Reyes era una puta.

Celia Reyes le ponía candado a la puerta y se acostaba a mi lado. Me miraba a los ojos. Los suyos estaban llenos de noche. Pero no parecían asustados. El miedo se le había ido hace mucho, cuando dejó de pedirle a Dios que la protegiera de su marido, y cuando sus hijos, incluyendo mi madre, se fueron de la casa.

‒Tu abuelo es el diablo. Él no es una persona ‒decía antes de darme la espalda.

Después me quedaba el techo alto y oscuro de las tejas.

Caín Salgado pateaba la puerta.

‒¡Te voy a matar, puta! ‒decía, y de nuevo pateaba la puerta, repitiendo las mismas palabras toda la noche, hasta que se cansaba o dejaba de escucharlo, porque
me dormía.

 

A veces creo que el sol en realidad se oculta de estos cerros que han formado un valle de tristeza. Sólo Dios sabe para qué creó estos potreros que cruzan tantos animales dirigiéndose a la soledad de la sequía.

Con nosotros en este mundo, no se puede huir de las penas.

 

Nadie hablaba en la familia de Caín Salgado, excepto mi tía Refugio Salgado, quien hablaba sola o con cosas que no existían, con sus manos moviéndose en conversación con las hojas que caían del huizache. Yo heredé de ellos, además de la pobreza, el silencio de las ramas del pinzán que, hacia la tarde, alargaban sus sombras sobre el pozo de agua. Caín Salgado debió de encontrar en mi enmudecimiento la prolongación de su sangre, porque me hacía acompañarlo adonde nadie antes había ido con él. Allí, me daba cuenta, encontraba eso que tanto le atraía: no escuchar la voz de nadie, y reproducir sus pensamientos mientras sus ojos recorrían la corriente delgada del manantial que cruzaba bajo las sombras frías de la ceiba blanca. Algo en el color de las hojas se incendiaba con la luz de la tarde. Algo que todavía no era la noche sino la última luz del sol inclinándose en diagonal a través de las ramas hasta crear reflejos en el suelo.

Cuando Caín Salgado habló no pareció hacerlo para mí sino para acompañar el caer de las hojas y ese acostumbrado rumor que tenía la ceiba blanca de aproximarse a la noche con el silbido de las ramas.

Me regaló los ojos cuando dijo que que su padre, Pachito Salgado, abandonó a su mujer por otra.

‒Ni siquiera era más hermosa que mi madre. ¿Te acuerdas de ella?

Le dije que sí.

Sí me acordaba de Feliciana Piedra. Del olor a orines que percibía cuando me besaba la frente, y de su piel blanca, enferma, que contrastaba con las hojas del limón que caían verdes sobre sus manos mientras estaba sentada
en el patio.

Aquella vez que Pachito Salgado salió muy temprano y atrancó bien el portón de la cerca antes de irse para siempre, mi abuela Feliciana Piedra permaneció sentada en ese mismo lugar durante semanas, sin hablar y sin atender el llanto de sus hijos. Caín Salgado estaba recién nacido. Era una cosa pequeña. La caca en el pañal, dicen, estaba agusanada.

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