Antonin Artaud, el hereje del surrealismo

- José María Espinasa - Sunday, 12 Oct 2025 09:11 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La reciente edición de 'Obra selecta' de Antonin Artaud (1896-1948) sirve de eje de este artículo para reflexionar sobre una figura peculiar en el marco del surrealismo. “Artaud no quiere hacer literatura sino nombrar la vida en toda su complejidad”, se afirma aquí sobre el poeta, dramaturgo, actor y director escénico que también estuvo en nuestro país.

 

La frase bretoniana que señala a México como la patria del surrealismo es, lo sabemos, más un eslogan publicitario que una idea profunda. Sin embargo, la historia ha tejido curiosas relaciones con el movimiento, paradigma de los vanguardismos de los años veinte del siglo pasado, y no pocas veces, retrospectivamente, ese señalamiento se ha cargado de una mayor verdad. México, que en aquellos años aspiraba a la modernidad, paradójicamente es visto como un país fuera del tiempo, en el que subsisten mundos arcanos que permiten tanto excesos demagógicos para sustentar un nacionalismo tramposo como aventuras en busca de umbrales de la percepción. La escritora Fabienne Bradu ha analizado el paso por México de Breton, Benjamín Peret y Antonin Artaud con rigor y tino. Tal vez sea este último, considerado uno de los más radicales herejes del surrealismo, quien más se vio afectado por su experiencia mexicana.Con Artaud en México suele haber un movimiento pendular: a veces se le lee mucho, a veces se olvidan de él, hasta que el movimiento del péndulo va de regreso, y a cada regreso ese movimiento revela nuevos matices. En Artaud se dan cita muchos de los rasgos más radicales del surrealismo: el teatro como ceremonia mágica, la búsqueda multidisciplinaria ‒quién puede olvidar su intervención actoral en la película Juana de Arco de Dreyer, obra maestra del cine mudo en la que al rostro del escritor se le escucha gritar en ese silencio‒, el enfermo psiquiátrico más allá de la locura, el cultor de una escritura que en su fragmentación hace volar los límites genéricos.

Reflejado en el siglo XIX se podría pensar en él como el Nerval reencarnado en su búsqueda onírica: el secreto está en el sueño. Ahora, contaminados por el racionalismo contemporáneo, ¿cómo entender sus búsquedas de la alteridad a través de las drogas y el mito?

Esta última condición lleva a veces, como ocurre con Hermann Hesse, a considerarlo una lectura adolescente. Es evidentemente un error que sin embargo se vuelve cierto, como ocurre con autores en su cauda, como Malcolm Lowry o los escritores beatniks. La alteridad innegable de ciertos rasgos de la cultura mexicana ha provocado tanto la fascinación como el violento rechazo de escritores muy diversos: no deja inmune. Artaud buscaba el fin del mundo a la vez que se buscaba a sí mismo y su literatura excede, gracias a la intensidad de esa búsqueda, la capacidad expresiva del idioma francés. Si Cioran dijo alguna vez, y con razón, que el francés era una lengua exhausta, capaz del mayor matiz posible pero ya incapaz del grito, Artaud es uno de los que aún oímos gritar, como en el film silente mencionado líneas arriba.

¿Cuál es la razón de que me esté refiriendo a este autor? Bueno, es que el asiduo a las librerías se puede encontrar un grueso volumen, más de 700 páginas, de Obra selecta de Antonin Artaud publicado por Sexto Piso y la UAM, y que se anuncia como primer volumen. Curiosamente, no se consigna quién o quiénes son responsables de la selección ‒suponemos que Rodolfo Suárez Molinar y Philippe Ollé-La Prune, que aparecen como responsables del concepto y la dirección editorial en la página legal‒, ni cuántos tomos van a ser. El libro está muy bien pensado para dar una idea del calado de este autor en la literatura y en el arte contemporáneos, con secciones diversas acompañadas de textos críticos. Su aparición es una gran noticia para los lectores y era una asignatura pendiente para la edición mexicana, y una oportunidad ideal para volver a leerlo. En él, de manera subrayada, se muestra esa ambición de las vanguardias que, en su búsqueda de una radical modernidad, busca también una raíz mitológica: el tiempo del origen y el tiempo del instante se persiguen uno a otro y quieren encontrarse en la obra creativa.

A cien años de las vanguardias, éstas siguen siendo no sólo un referente histórico sino un presente, más necesario en una época que parece carecer de aventuras creativas. Y entre los surrealistas, Artaud sigue siendo el menos comprometido, el más misterioso. Por otro lado, a la vez Artaud puede ser un puente distinto a los convencionales que reúnen a las vanguardias con el clasicismo francés.

Al prólogo de Eduardo Milán que introduce al volumen sigue una sección de cartas y las primeras son a Jacques Rivière, gran factótum de La Nouvelle Revue Française en sus orígenes, y que lamentablemente muere pronto. La revista es, desde luego, el lugar del clasicismo francés ‒el de Paul Claudel, Paul Valéry, André Gide‒, pero ese lugar también estuvo abierto para los surrealistas y la pugna entre ambos polos nunca fue una ruptura y muchos de los vanguardistas se volverían clásicos. El mejor ejemplo es Breton. Eso, sin embargo, no ha sucedido con Artaud, que sigue siendo un autor, si no incómodo, sí elusivo para la literatura francesa. Ello se debe a que el sentimiento de insatisfacción ante lo escrito, al extremo de cuestionarse si el arte de verdad podía expresar las inquietudes y la angustia que vivía, está siempre presente en sus páginas. Artaud no quiere hacer literatura sino nombrar la vida en toda su complejidad. Por eso no se le puede aplicar la palabra literato (esa la podemos dejar para el más bien decorativo, aunque con genio, Jean Cocteau). Esta Obra escogida es, pues, un motivo espléndido para volver a hacernos las preguntas que se hizo Artaud y para subrayar la vigencia más allá de las fechas, de su escritura.

 

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