Cartas de una vida soñada

- Antonia Pozzi - Sunday, 12 Oct 2025 08:41 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Aunque su obra permaneció inédita hasta su fallecimiento, la fotógrafa y poeta italiana Antonia Pozzi (Milán, 1912-1938) ocupa un lugar destacado dentro de la poesía que se produjo en el mundo a principios del siglo XX. En 1929 ingresó a la Universidad de Milán y fue durante este período cuando escribió los primeros poemas donde ya son notables el habla sencilla y el tono conversacional característicos de su escritura. Después de su paso por la universidad, eligió la localidad de Pasturo, en la región de Lombardía, como su residencia definitiva. Allí mantuvo contacto cercano con pobres y campesinos, experiencia que ejerció una influencia destacada tanto en su escritura como en su trabajo fotográfico. Su nueva residencia también intensificó su afición por el alpinismo. Presentamos seis cartas de Antonia Pozzi, redactadas de 1929 a 1938, año en el que ocurrió su suicidio, con sólo veinticinco años de edad. Sus cuadernos de poesía fueron reunidos póstumamente bajo el título 'Parole'.

 

Carta a Antonio Maria Cervi Pasturo,
13 de julio de 1929.

 

Querido Cervi,

quiero dedicarte la primera noche que paso en mi horrendo, dulce pueblo. ¿Qué es un retorno? Algo que, por algunas horas, afloja los resistentes nudos que separan el hoy del ayer y funde pasado y presente ‒donde el mal no tiene cabida‒ con calmada seguridad.

Mi alma de hoy, mi alma del año pasado, se han encontrado sin sobresalto y continúan abrazadas esta noche en este extraño estudio mío conformado por viejos muebles que se amontonan en todas partes; el recubrimiento de madera, el armario de pared con olor a pino, la ventana baja y ancha, el techo y las paredes desiguales le dan el aspecto de una cabaña alpina.

Está tan alejado de las otras habitaciones que no llega ningún ruido de la casa. Sólo murmullos monótonos desde el jardín: hoy, en la dulzura de la tarde, fue el zumbido de las abejas sobre los tilos floridos; ahorita es la indolencia de una llovizna desganada.

Hace unas horas, al entrar, el olor característico de estas paredes me golpeó y me retorció el corazón como un brusco rasgón de riendas…

El año anterior, en esta mesa, jamás pensé
en Dios.

Este año pensaré en él. En Carnisio estudié tanto: con calma, sin aliento. Estoy contenta. También me siento lo suficientemente capaz. Antes de venir a escribirte, interpreté las Fuentes de Roma [de Ottorino Respighi] para suavizar mi alma.

Es terrible ser mujer y tener diecisiete años.

Por adentro no se tiene más que un loco deseo de entregarse.

Usted tiene razón al decir que las mujeres no valemos nada.

Nosotras vemos primero, pero también nuestros ojos se cierran antes. Vislumbramos las cumbres, pero si alguna las alcanza es porque tiene dentro de sí mucha virilidad.

¿No resulta humillante, Cervi, sentirse más purificado por el efecto de la música que a causa de la propia voluntad? Eso es lo que me sucede esta noche. Sin embargo, no desespero. Desde el año pasado he caminado un poquito. Volveré
a pasear.

¿Usted lo cree?

Con mucho afecto,


su Antonia Pozzi

 

 

 

Carta a Elvira Gandini Pasturo,
8 de agosto de 1933.

 

Mi queridísima Elvira,

Me gustaría que perdonaras el silencio de todos estos días. Pero esperé a tener impresiones de mis fotografías para enviártelas. No son gran cosa: pero ellas sirven también para completar los recuerdos. Cómo he pasado el tiempo hasta hoy, no te lo sabría decir: sé que cuanto más se alejan los días de Breil, más me parecen que están más allá de cualquier medida, una grieta azul en la vida uniforme. He leído y releído el libro de [Émile] Rey; los últimos capítulos son maravillosos. El precipitado descenso nocturno desde la cumbre hasta el refugio es inolvidable, y también la descripción de los abismos de Tiefenmatten. Un poco tarde me tomó la enfermedad del Cervino,
y poblé de crestas ‒de precipicios, de pendientes‒ la somnolencia burguesa de estas montañas. El sábado por la noche, con una luna que inundaba todo el valle, subí al Grigna, y llegué allá arriba antes del amanecer, sola en la cumbre, bajo la sonrisa helada de las últimas estrellas. Poco a poco, intentando romper la niebla con los ojos, vi a nuestro Cervino surgir de la noche y llamar hacia él los primeros rayos del sol e incendiarse. Entonces pensé que necesito caminar mucho y aprender a no cansarme y a prepararme con todas mis fuerzas para poder llegar al menos hasta la Cabaña y ver desde allá arriba la puesta de sol y el amanecer. Y, mientras estuve allí, inmóvil, sobre la hierba bañada de rocío, rosada por el primer sol, no me llegaba otro sonido más que el de las campanas, en oleadas, impulsadas desde lo alto, y pensé en nuestras tardes de Breil, en la voz de tu instrumento que conversaba lentamente con las luces de los pastores en la montaña, con las estrellas que se elevaban del campo de nieve y se acostaban entre las rocas.

Gracias otra vez, Elvira, por esas tardes. Gracias por toda tu bondad. Me habría gustado poder enviar algo mío para ti, pero es extraño: estos días no me nace en el alma más que notas y acordes de temas lejanísimos, extraviados. Y todavía nada sobre las cosas de Breil. Sin embargo... un jour viendra. Escríbeme de ti, por favor: envíame a la vuelta esa cosa tuya que no pude leer. Pero no pienses más en detenerte. Que la montaña sea la primera que nos enseñe ‒a pesar de las heridas y las lágrimas‒ a resistir. Que la nueva montaña te sea generosa de fuerza y de sol, que todos tus
días sean serenos.

 

Antonia

 

 

 

Carta a la abuela Nena Pasturo, 18 de julio de1938.

 

Mi muy querida Nena de oro,


estoy aquí toda conmovida; mira, casi tengo pena, porque es típico: a ti te piden un vaso de agua y tú das, das como una fuente, como un manantial inexorable. Y ahora tu infancia está toda aquí, en mis manos, y le habla a mi imaginación como una novela ya escrita íntegramente. Si, por un lado, siento un poco de remordimiento por haberte hecho trabajar tanto, por otro, estoy contenta de que hayas confiado a la pluma estos recuerdos tuyos que son preciosos y maravillosos, por su viveza, por el sentido de inmensidad y de calma que recorre a la rica vida lombarda. Contiene toda tu personalidad, tan profundamente realista, adherida a las cosas y a los que sufren, y, al mismo tiempo, llena de poesía. Gracias, gracias,
querida mía.

Actualmente ‒ya ves‒ casi tengo más miedo que antaño: ¿cómo voy a plasmar todo esto sin tergiversarlo demasiado? ¿Qué proporciones deberá tener el libro? ¿Dentro de qué límites, con qué perspectivas se construirá? La arquitectura es algo complicada. A veces pienso que podría llegar a ser un poco como la historia de Tre case: Oscasale, La Zelada, Pasturo [te haría venir, a la hora del final [de la guerra italo-etíope], a vivir aquí con nosotros, ¿sabes?, con tu hija (¿una viuda de guerra? Todavía no lo sé) y tu nieto (que quizás sea un poco como yo), pero todavía todo es poco claro, se hace y deshace como las nubes antes de un temporal] y desde aquí, desde los verdes y agrestes prados, descendería un gran río dorado de nostalgia hacia la llanura y sus ricas cosechas y los largos cantos de los castaños bajo el sol y las otras dos casas abandonadas. Y después todo se resolvería con el encuentro de este nieto tuyo con una muchacha de orígenes humildes y realmente oriunda de allí, de la llanura, pero ascendiendo por su cuenta: primero maestra rural, luego maestra en la ciudad, tal vez incluso enfermera (la conocerá en el hospital); una criatura que conoce muy de cerca a los pobres y siente por ellos una piedad silenciosa y amorosa; una que lleve alrededor de sí el aroma de la bondad del campo y, al mismo tiempo, una energía en la que él, tu nieto, crea reconocer un poco a su querida y joven abuela. ¿Ves, Nenona querida, cómo galopa la fantasía? Y siempre me lleva hacia construcciones muy democráticas, hacia el sentido simple, elemental de la tierra y de la gente pobre.

Me doy cuenta de que toda la vida de ciudad ‒de lujo, de movimiento‒ no ha dejado huella en mí, no tiene para mí ninguna importancia, la podría perder de la noche a la mañana sin decir ¡ay!: lo que no puedo perder es este pueblo y esta casa, estos trajes floreados de algodón que son más bellos que todas les toilettes. Ya estoy pensando en ir en otoño a recorrer Oscasale y Soresina, para ver el paisaje por mí misma. Luego deberé hacerme de una cultura agrícola: el lino, el arroz, el trigo y el maíz; cuándo se siembran, qué etapas atraviesan y qué tonalidades, cuándo y cómo se recolectan. También estudiaré mucho los periódicos de distintas épocas. Y, sobre todo, vendré a escucharte hablar y acordaremos juntas planes hermosos.

Un beso grande a la tía Luisa y cien para ti.


Antonia

 

 

 

Carta A Tullio Gadenz, verano de 1938

 

 

Querido Tullio:

 

Allá arriba, en los torbellinos blanquiazules del sueño, se me fortaleció el alma con el cuerpo.

Fueron mi compañía dos espíritus raros y fuertes: Comici y una muchacha de Padua, aristocrática y montañesa. No olvidaré jamás el último día que pasé con ella entre el refugio Príncipe y el refugio Locatelli, bajo las inmensas laderas norte de las Cimas.

Comici escalaba sólo por la cara norte de la Pequeña, un ascenso extremadamente difícil. Nosotras abajo, sobre la grava suelta, en las frías sombras, seguíamos espasmódicamente con la mirada ese minúsculo punto crucificado al témpano negro.

Después, cuando él estuvo en la cima, saltamos para salir de la sombra y allí, en el suelo, al sol, a 2 mil 500 metros, estuvimos hasta el atardecer. Había un silencio infinito, aunque espeso de sonidos. Del profundo valle de Sesto ascendían latidos rotos de campanas, desde el fondo de los barrancos, desde los hornos [de la mina], respondieron rarísimos guijarros rumorando en la grava. Y a mí, totalmente recostada, me parecía que la enorme cuenca desierta se llenaba de otro tipo de música, una especie de zumbido creciente y continuo, que parecía salir de un gigantesco órgano suspendido entre el cielo y la tierra.

Y fue entonces que, mirando hacia lo alto, pensé en qué sería de nuestras almas si esas nubes
blancas que pasan incesantemente allá arriba tuvieran cada una un sonido, una nota, una canción; más abajo, las nubes lentas y oscuras, también la claridad plateada de las nubes blancas. A lo mejor esa era la hora del paso de las nubes, tal vez eran las voces de las nubes las que sonaban en mi interior como una sinfonía orquestal. O puede que fueran las Tres Cimas, allí erguidas como una catedral gótica, desentrañadas por el relámpago y abiertas de par en par ante Dios, las que dejaran escapar el grito de sus plegarias de piedra. Y quizás en todo ese canto la nota más alta la poseía el alma del hombre, sola allá arriba, con su victoria y su sueño bajo el sol.

Tal vez también eran los muertos, de los cuales los huesos blancos yacen esparcidos bajo los Picos y la Horquilla del Lavaredo, bendecidos y purificados por la nieve y el sol; quizá los muertos de nuestra guerra, quienes cantan para el sol del mediodía, para mi ebrio cansancio, para mi cuerpo de muchacha sobre la hierba corta y afilada, para mi corazón apretado contra una roca de granito blanco y mis manos puestas amorosamente en el asidero... Si pudiera recordar siempre esa hora, la vida sería una victoria continua.


Traducción de Roberto Bernal.

 

 

 

Versión PDF