Libros y maratones

- Alejandro Anaya Rosas - Sunday, 09 Nov 2025 21:40 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La imagen estereotipada de un estudiante o egresado de la Facultad de Filosofía y Letras puede ser incompatible con la de alguien que es capaz, y para ello se preparó, de correr una maratón. A partir de ese escenario, el autor de este artículo reflexiona sobre el mecanismo de los estereotipos y concluye que la maratón y los libros tienen varias cosas en común.

 

El pasado 31 de agosto se llevó a cabo una edición más de la Maratón Internacional de la Ciudad de México. Participé. En la semana después del evento alguien me preguntó cómo es que un egresado de una Facultad de Filosofía y Letras corre la maratón. No dio tiempo para responder, se rio. La cuestión no me molestó, la tomé con humor. Días después volvió a mi cabeza dicho cuestionamiento, sembrando en mí la siguiente interrogante: ¿Por qué disociar las humanidades y el deporte? Pensé, de entrada, en un estereotipo que nos legó el par de décadas inmediatas al mediodía del siglo XX: jóvenes desmelenados cargando bajo el brazo un par de libros: que si tal o cual tomo de El Capital o Las cinco tesis filosóficas, La madre, Los cuadernos de la cárcel o La historia me absolverá, o… en fin, algún otro texto que prometiera a los estudiantes de cualquier institución educativa de nivel superior –evidentemente, la media superior participaba en el mencionado patrón– aportar ideas que salvarían al mundo del “capitalismo infame”. Y, por supuesto, algo indispensable en la imagen citada: entre los dedos de una mano o colgado de los labios de aquel férreo universitario, un cigarrillo.

Si bien es cierto que este personaje tipo ahora representa un idealismo arcaico que ofreció una sana esperanza al mundo, también es cierto que algo de él sobrevive. Aunque se ha ido modificado, se ha “especializado” según la Facultad en la que se matricula cada joven o la carrera que cursa, dejando a la Facultad de Filosofía y Letras la exclusividad de este fumador desmelenado. Hablamos de estereotipos que muchas personas nacidas principalmente en el siglo pasado han preconcebido y que llevan en sus recuerdos como una entrañable impronta; un concepto indeleble, susceptible de transmitirse de generación en generación hasta arribar a estos cinco lustros del presente milenio, y es quizá dicha imagen la que, a ciertos individuos, les vuelve inconcebible el hecho de que alguien con gafas de aumento, con cabellera larga, con un Kant, un Homero o un Cervantes bajo el brazo, o dentro de un morralito artesanal, y un fragante cigarrillo, corra los cuarenta y dos kilómetros con ciento noventa y cinco metros de una maratón.

La realidad es otra. Las carreras pedestres no limitan concepciones del mundo ni maneras de ganarse la vida: en una prueba de maratón podemos encontrar corredores con todo tipo de profesiones o empleos. Y, aunque la decisión de enfrentarse a los más de cuarenta y dos mil metros presupone, de entrada, afrontar un proyecto –el cual implica, por lo menos, un par de meses de trabajo específico; por lo más, hasta un año de disciplina y obcecación, y esto sólo si se cuenta con una base aeróbica bien cimentada–, el único requisito es convertir el desafío en algo abordable. No es cosa fácil. El cuerpo humano es capaz de correr desde una edad temprana, lo sabemos, pero requiere un proceso de adaptación prolongado para adquirir la aptitud de correr de manera constante durante más de dos horas.

Lo mismo ocurre en otros ámbitos; a saber, es muy común escuchar decir a los padres de niños que cursan los primeros grados de la primaria: “Mi hijo ya sabe leer.” ¿Hasta qué punto es cierta esta expresión? Descodificamos las palabras, pero lo que en verdad es el acto de la lectura demanda concentración, esfuerzo, tiempo; es decir, al igual que para hacer frente a la maratón, se requiere suficiente entrenamiento. No imagino, por ejemplo, a un párvulo leyendo el Primero sueño de Sor Juana, pues la complejidad que posee dicho poema representa una puerta clausurada para alguien que no posee un cierto cúmulo de conocimientos, adquiridos a fuerza de lecturas diversas, años de estudios, paciencia; así, la maratón exige lo mismo: madurez, persistencia, trabajo. En este sentido, analogamos los más de cuarenta y dos kilómetros de la maratón con los novecientos setenta y cinco versos de Primero sueño porque, para devorar ambas cifras, es menester no sólo la determinación, sino el ejercicio constante de cada una de estas materias.

Correr la maratón es viajar, reconocer una ciudad que a lo mejor ya se conoce, reinterpretar las avenidas, comúnmente atiborradas de automóviles, pobladas el día de la maratón de gente con un entusiasmo extraordinario. La maratón es un viaje donde se entabla un dialogo con uno mismo y que, una vez finalizada, como la “Ítaca” de Kavafis, “no tiene ya más que ofrecer”. Así es la maratón, así son los libros, y quien los concluye comprende que el significado de las “Ítacas”, quizá, son las experiencias vitales y, por qué no, la sabiduría.

Entonces, pues, ¿cómo un egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad corre una maratón? La respuesta es simple: como cualquier otra persona, como alguien común y corriente que “en este mundo chambón y jodido” –hoy más que nunca, Galeano– lo único que siente, cada vez que concluye una maratón o termina de leer un clásico, es ser mejor persona, y eso nadie nos lo puede arrebatar.

 

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