Rastros de rostros de Efrén Hernández
- Hermann Bellinghausen - Sunday, 09 Nov 2025 21:14
Guanajuatense (León, 1904), Efrén Hernández comparte con su paisano Jorge Ibargüengoitia dos o tres cosas. Una, el lenguaje; ambos tienden al habla coloquial con acentos del Bajío, una especie de anacronismo gracioso. Otra, el humor “involuntario” y por ende más eficaz. Cada uno a su manera, ambos eran “bien músicas”. Pero el coloquialismo de Efrén nos lleva a lo inesperado, bordeando lo fantástico, con una sensibilidad afín a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, autor con el que parecía sentirse muy a gusto.Contemporáneo estricto de los Contemporáneos, de la Generación del ’27, de Borges, Cardoza y Aragón, Neruda y tantos hijos del nuevo siglo, no se afilió a nadie. También lo han juntado con los Estridentistas, por aquello de la vanguardia, la experimentación, el aroma a surrealismo y esas cosas. Pero fue todo menos cosmopolita, y prefirió, como lo revela su poesía, el Siglo de Oro español, sin el gongorismo tan caro a los del ’27. Lo suyo eran el Quijote, Santa Teresa, Fray Luis de León, Lope de Vega, y su modernidad, Darío y el México postporfirista.
Cuando poeta, recupera el heptasílabo y el endecasílabo, o a la versificación serial en unos o en otros, como analiza Ana Alonzo. En eso coincide con la Generación del ’27. Su poesía es capaz de encontrar, con una fortuna que aprobarían Vallejo y Huidobro, aunque nunca creyó arriesgarse como ellos:
Sin fruto el esqueleto arborescente
del árbol de los nervios
sus ramos encandece,
vanamente sus últimas,
más sutiles puntas,
sus más delgados hilos, la raíz
del árbol que la esencia anda buscando,
enclava y desmenuza por la carne,
y en vano la silueta de relámpagos
el zigzagueante río
de tu cabello eléctrico, esparcido
fosforece y discurre a través de las tinieblas.
Llama la atención la variedad de retratos y viñetas de Efrén Hernández por escritores más importantes y conocidos que él. En un viejo prólogo, Alí Chumacero lo pinta “delgado a más no poder, bajo de estatura, extravagante en el vestir y malicioso como pocos… dueño de una inteligencia insinuante que se encubría con la ingenuidad premeditada de quien ignora el entusiasmo del optimismo. Acaso nadie, en las letras mexicanas de los últimos lustros, haya redactado sus textos con tal semejanza consigo mismo, con tanto amor por su íntimo impulso afectivo. Mucho contribuyó a reforzar esa actitud la fidelidad a lo autobiográfico”.
Xavier Villaurrutia, uno de sus primeros valedores, menciona que “pocas veces se da el caso de una correspondencia tan exacta, de una calca tan precisa entre el autor y su obra”.
Leído, releído y admirado
En epílogo a la primera edición de “Tachas” (Editorial Liga Nacional de Estudiantes, México, 1928), Salvador Novo lo pondera: “Efrén Hernández no ha contraído la literatura francesa porque tiene apenas los años que son necesarios para haber vivido en pueblos de México en que no hay librerías, dedicado a boticas y a estudiante de leyes, y porque vive en una casa de huéspedes en la que ha instalado una luz eléctrica suya propia sin metáforas, con focos que no ha comprado. Tiene, además, roto el vidrio de su anteojo derecho y lo ha soldado con cinta de aislar. Ha escrito lo que ha querido, sin gritar, sin buscar la notoriedad y con la misma inocencia con que saluda a las personas a quienes no conoce. Una mañana que me aquejaba como nunca del dolor de ver que nuestros jóvenes profesionales de la literatura profesional ya no tienen remedio; y que a ciegas buscaba entre los verdaderos jóvenes quién o quiénes serían las verdaderas personas capaces de prescribir sin formulario medicinas para mi espíritu, vinieron a mí unas cuartillas de concurso que debía revisar. Así penetró en mi admiración más ferviente lo que se acaba de leer. Ninguno de mis amigos ni de mis ex amigos es capaz de escribir así. Porque he tratado después a Efrén Hernández y no conoce más autores franceses que Charles Gide. Por él he recobrado la esperanza y la fe. Y le doy aquí mi ¡viva! más mexicano y mi consejo más serio: que no aprenda nunca francés”.
El mismo Efrén se describe reiteradamente. “Me conocía harto pícaro y harto mosca muerta y mátalos callando, y precisamente en estas malas propiedades basaba mi satisfacción, y en estas dotes, en rigor negativas, ponía toda mi complacencia”.
Hablando de Villaurrutia, Octavio Paz recuerda que ambos “eran delgados, frágiles y bajos de estatura. Ahí terminaba su parecido. Efrén Hernández asomaba entre los papeles y libros de su enorme escritorio una sonriente cara de roedor asustado. Detrás de los espejuelos acechaban unos ojos vivos, irónicos. Vestía como un escribiente de notaría. Tenía una vocecita cascada, que de pronto se volvía aguda y metálica, como el chirrido de un tren de juguete al dar la vuelta en una curva. Era el personaje de sus cuentos: inteligente, tímido, reticente, perdido en circunloquios que desembocaban en paradojas, falsamente modesto, extravagante y, más que distraído, abstraído, girando en torno a una evidencia escondida, pero cuya aparición era inminente. Novo era brillante adrede; Hernández también adrede, opaco”.
A su vez, José de la Colina se sorprende: “¿Quién era aquél hombrecito enteco y anteojudo, de bigotito gris, tocado con un inhabitual sombrerito de lana gris y con una plumita amarilla en la cinta negra, trajeado modesta y correctamente en gris oscuro como un burócrata, que en una media tarde de tal vez el año 1954 y por la avenida Juárez de la Ciudad de México paseaba al lado de Emilio Uranga, el filósofo del grupo de los Hiperiones? Cuando nos detuvimos los tres para el saludo, Emilio me presentó a su acompañante como poeta y el más grande autor de cuentos de las letras mexicanas. Yo tomé el ditirambo por una mera cortesía hacia el amigo y, como suele ocurrir en las presentaciones ocasionales, no retuve nombre ni apellido y quedé por un tiempo sin relacionar la figura de aquel señor del sombrerito y de aspecto de gorrión flaco con el ya por mí leído, releído y admirado Efrén Hernández”.
A su muerte en 1958, Rubén Salazar Mallén dirá que “vivió la mayor parte de su vida en la pobreza y, lo que es peor, careció por completo de estímulos. Como su modestia le impedía pavonearse, como su figura era desmadrada y ruin, pocos paraban mientes en él. Eso no obstante, un como hálito de respeto rodeaba su nombre”.
De los Hiperiones, por cierto, fue amigo desde joven de César Garizurieta, el menos conocido. Es “el Tlacuahe” de “Tachas”. Suicida como Jorge Portilla, y como éste, crítico y hasta burlón escrutador de “lo mexicano”.
En 2006, Elena Poniatowska recordaba: “Lo entrevisté hace mil años en su casa de Tacubaya. Era una casa triste que parecía abandonada en la calle de gobernador Luis G. Vieyra. En un rincón de una ventana un letrero con grandes letras anunciaba: ‘Se vende huevo’. Me recibió delgado y más bien pequeño, triste como su casa, cubierto con un abrigo largo que no tenía razón de ser porque hacía calor. A través de sus anteojos me examinó desencantado. ‘Otra que no sabe nada de nada’, pensó, pero me pidió con su voz cascada que tomara asiento frente a él”.
En la tesis Oralidad, risa y renovación del cuento de Efrén Hernández (Universidad Veracruzana, 2021), Gerardo Hernández Rodríguez registra lo relatado por Marco Antonio Millán, con quien editó varios años la revista “antológica” América: “En una visita a la casa de Pablo Neruda, Millán le menciona al poeta el nombre de Efrén Hernández y le propone que se reúnan. Neruda enfureció, pues consideraba a Hernández ‘un canalla’ sin criterio político. Neruda había leído un cuento de Hernández (‘Sobre causas de títeres’), en el que juzga dentro del mismo grupo a Hitler, Mussolini y Stalin. Por su parte, Hernández consideraba a Neruda un poeta más bien mediocre con un solo verso de valía (‘Es como irse cayendo desde la piel al alma’). Millán, de cualquier manera, procuró reunirlos en una cena. La reunión se concertó, pero resultó un fracaso: ni Hernández ni Neruda se hablaron”. Para Millán, la falta de relación y trato entre ambos se debió a que “Efrén era apolíneo —o pretendía serlo—, y Pablo era furiosamente dionisiaco”.
Además de presentar sus obras, Alejandro Toledo ha promovido al autor. En el volumen colectivo Dos escritores secretos. Ensayos sobre Efrén Hernández y Francisco Tario (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006), dice de Tario (otro “raro” compilado por Toledo) que “tenía aspecto atlético, en su juventud fue portero del Club Asturias”, mientras Hernández “era pequeño de estatura, usaba anteojos cuyo puente pegaba con cinta adhesiva y no se le podía imaginar en una cancha futbolera sino como aguador o masajista”.
Señalado como influencia en Juan Rulfo (en cierto modo su descubridor, así como de Rosario Castellanos), aquel rememora: “Tuve la fortuna de que en migración trabajara también Efrén Hernández”, quien “se enteró, no sé cómo, de que me gustaba escribir en secreto y me animó a enseñarle mis páginas. A él le debo mi primera publicación, ‘La vida no es muy seria en sus cosas’”, en 1945.
Pero él mismo fue su mejor retratista: “Por fuera no se vio jamás, en mucho tiempo, nada mejor que yo: mansito como un asno trabajado, cumplido como en péndulo, exacto como un fiel de precisión, sonriente como el alba, dócil como la cera, sensitivo como una sensitiva; pero por dentro, música, muy música” (La paloma, el sótano y la torre, 1949). En “Sobre causas de títeres” asume la excentricidad justificándola en oposición al destino de sus contemporáneos. Desde los veinte años, recuerda, éstos “empezaron a perder su espíritu infantil, empezaron a hacerse serios, a adquirir espíritu de responsabilidad, a subordinarse a las exigencias de la vida práctica, a trabajar, a negociar, a prosperar como personas serias”.
Naturalmente nos remite al concepto de “literatura menor” acuñado para Kafka por Deleuze y Guattari: “Sabe crear un devenir menor”, con su gusto por lo pequeño y la creación de una literatura deliberadamente discreta de donde saca “su fuerza subversiva”.
Efrén es el peligroso observador en el que nadie repara ni sospecha, y su risa es sólo suya, mascullada, inmensamente libre. Su breve y fragmentaria obra (quince cuentos, un par de novelas más bien breves, narraciones inconclusas, dos recolecciones de poemas que no llegan a las cien páginas), quién lo hubiera dicho, resulta más duradera y legible que la de muchos consagrados y fabricantes de bestsellers. La ironía es su revancha.