Tenía buen gusto el muerto

- Alejandro Rosen - Sunday, 09 Nov 2025 21:03 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Para Leda

 

Seguramente habrá quien recuerde que sólo salíamos a alimentarnos durante los años rata. Con toda certeza esa era la temporada más difícil para lugareños, aunque afortunadamente ha sido muy raro que se presente un año rata. Apenas los relojes acababan de dar la doceava campanada anunciando el nacimiento del nuevo ciclo, salíamos de los cuerpos que nos habían guarecido y como langostas asaltábamos campos, villas, ciudades... Una oleada oscura invadía todo aquello que olía a civilización. Había quienes nos dejaban tributos con la ingenua idea que con ellos respetaríamos sus moradas y sus vidas. Curiosamente eran ellos los primeros que caían; nos veían con los ojos enormes, perplejos mientras sus cuerpos eran destrozados y arrastrados por una voracidad desmedida. En medio del desenfreno, por alguna razón, siempre se escuchaba a un volumen impresionantemente alto, Hey, Porter, de Johnny Cash (razón por la cual alguien propuso sin éxito que a estos ciclos se les conocieran como años Johnny). Aprovechábamos hasta el último momento para devorar todo, hasta a nuestra lujuriosa gula, y con la última campanada del nuevo año regresábamos al interior de los cuerpos de los supervivientes, los cuales habían disminuido su número. Ello nos obligaba a ocupar cada cuerpo por decenas. Ingresábamos como contorsionistas a esos cuerpos, de mala gana, maldiciendo, entre codazos y empujones a ganar espacios donde nunca podríamos sentirnos en paz. Tras nuestro ingreso, los dueños de los cuerpos recobraban conciencia y veían azorados la destrucción a su alrededor. Nunca llegaron a explicarse qué había pasado, y en vez de reconstruir lo que nuestra voracidad había devastado, preferían destruir lo poco que quedaba en pie y erigir nuevas ciudades dejando lo dañado para el asombro de turistas. Contrariamente a lo que se pensaría, no me gustan los años rata, el alimento no me deja una sensación agradable; por el contrario, me siento como si sufriera una mortal resaca, a punto de reventar, y además termino herido como todos. Como podrán imaginarse fue en una de esas temporadas donde me arrancaron mi rabo y mi mano izquierda.

Los años lémur en cambio, los usamos para aparearnos. Se trata de feroces orgías donde una gran parte de nosotros resultan muertos entre el furor sexual y el afán de conseguir el mayor número de parejas. Hubiera querido conocer a Anaís en esos años y hacer mío su cuerpo perfecto, pero la conocí en un año lagarto, cuando ambos nos encontrábamos aletargados, yaciendo en una marisma inmunda. Ella tenía acento extranjero, claramente venía de un año más activo. No obstante nuestras diferencias, decidimos vivir juntos con medio cuerpo metido en esa enorme charca a donde nos visitaban aves que se posaban en nuestras cabezas y se alimentaban con nuestros parásitos. Anaís y yo escuchábamos a diario el pronóstico del tiempo que cada día a la misma hora, señalaba: “lluvias intensas”. Y efectivamente en ese momento caía una tormenta que apenas dejaba escucharnos. Aprovechaba esos lapsos para leer, y sobre todo para lavarme la verga con parsimonia buscando estar listo para los años lémur. Anaís me decía que no fuera perezoso, que saliera a lavarme todo el cuerpo en la lluvia. Es absurdo, le decía, pues al salir, la lluvia cesará y el hombre del clima quedaría muy mal. Además yo estaría desnudo a mitad del patio para nada. Una mañana maté una araña e hice la pantomima que me la comería. Anaís sólo me veía con reprobación y regresaba a su vida somnolienta. Un día no me encontró en la charca y me sacó a rastras de una tumba que yo mismo había cavado. “¿Acaso no sabes leer?”, le dije mientras señalaba mi lápida. Anaís no entiende mi humor, nunca llegará a entenderme. Agradezco que sea año lagarto; pese a su perfección (o debido a ella), no soportaría tener su cuerpo sudoroso sobre el mío. No soporto el contacto de su piel ni sus charlas sobre telenovelas. A menudo dice que recuerda a Platón, que ha leído a Aristóteles, que sabe de Gorgias. Le gusta sentirse intelectual. Creo que en buena medida alardea. Hace poco le pedí que me matara. Le extendí el hacha de mi padre que se encontraba oxidada e incrustada en un muñón de tronco fuera de la casa. “Dale”, le dije, “un golpe certero, justo aquí.” Me vio con indiferencia y se rió mientras se alejaba. “Tú y tus bromas.” La odio. Sé que tiene un amante de Inteligencia Artificial que no respeta los años lagarto y que en medio de gemidos artificiales la penetra con violencia binaria cada noche desde su mundo virtual. Nos odiamos en silencio mientras exponemos nuestras panzas al sol entre el zumbido casi hipnótico de las moscas que giran a nuestro alrededor. Es en esos momentos que recuerdo los años Mozart. Cómo los ansío. Recuerdo que en uno de ellos escuché todas las sinfonías del genio de Salzburgo y me vestí como gentilhombre mientras saltaba en una pierna evitando las rayas del pavimento.

Anaís no sabe que en un año Tundra viví en lo alto de un abeto con una ardilla. Procreamos una docena de ardillitas que me comí con avidez, pues desafortunadamente para ellos, su nacimiento coincidió con el inicio de un año rata. Los recuerdo constantemente, eran seis. Mantengo sus fotos en la guantera del auto y a menudo, en las luces rojas, las veo conteniendo una lágrima. Como decía, Anaís no sabe de este episodio ni sabe que aún le extiendo una suma mensual como indemnización a la mamá ardilla. La veo de vez en cuando y juntos enterramos bellotas pensando románticamente que en algún momento generarán bosques que salvarán al planeta. Sé que ha parido otras camadas de ardillas que a su vez también tratan de producir bosques.

Pero si vamos a confesiones, una vez soñé con una iglesia antiquísima y hermosa. Una especie de tesoro arqueológico impoluto durante siglos. El sueño fue tan vívido que estaba convencido de que esa iglesia existía. Cierto día viajaba en un autobús y pensé que la había visto, que esa debía ser la iglesia de mis sueños. Bajé rápidamente y me acerqué. Pero no, no era mi iglesia y a partir de ese momento me he convencido de que fue una tontería, que los sueños son una tontería y que nunca debemos fiarnos de ellos. Ahora no sabría decir si yo existo fuera de los años cartesianos.

Antes sólo nos alimentábamos en años rata. Ahora se hace cuando se antoja. Se asesina, se hace el amor, se trabaja sin preocuparse del calendario. Ya no hay respeto, ya no hay leyes. Seguramente he envejecido. Seguramente ya estoy viejo, de lo contrario no me preguntaría por qué corro y sobre todo por qué mi respiración suena tan agitada. Corro porque suena la música de Johnny Cash, pero ya no recuerdo si persigo o me persiguen. Con seguridad es esto último pues sólo puedo pensar en mis libros, qué pasará con mis libros, quién le dirá a Anaís revisando los libreros de la casa, “tenía buen gusto el muerto”.

 

Versión PDF