Mundo onírico y control totalitario
- Alejandro Badillo - Monday, 24 Nov 2025 06:28
En uno de los cuentos más interesantes de Las mil y una noches, “Historia del durmiente despierto”, el comerciante Abu al-Hasan invita a cenar al califa Harun al-Rashid, quien se ha disfrazado de viajero para, de esta manera, conocer mejor a los habitantes de su reino. En el convite, el califa le hace una pregunta a su anfitrión: ¿Qué haría si éste fuera califa por un día? Abu al-Hasan –ignorando que se halla frente al soberano– le confiesa que mandaría castigar a unos jeques y a un imán maledicentes. El califa aprovecha un descuido de su compañero de mesa y vierte una droga en su copa para adormecerlo. Acto seguido lo lleva a su palacio y ordena a sus súbditos que, en cuanto despierte el comerciante, lo traten como si fuera él mismo. Abu al-Hasan piensa que está en un sueño cuando abre los ojos y le dicen que él es Harun al-Rashid. Gradualmente comienza a aceptar su nueva identidad hasta que es drogado nuevamente para después llevarlo a su casa. En el cuento, el califa juega con el comerciante llevándolo de la ensoñación a la realidad: un día es el soberano y otro día regresa a su condición original. Abu al-Hasan, incapaz de procesar su delirio, pierde la cordura y golpea a su madre, pues la mujer le insiste que es un comerciante y no el califa. Harun al-Rashid, arrepentido por los alcances de su experimento, confiesa su truco, lo casa con la esclava favorita de su esposa y le pide a su víctima que se integre a su palacio.
Los sueños, a lo largo de la historia, han sido un territorio enigmático. Muchos han intentado interpretar aquello que soñamos y, también, controlar lo que ocurre en nuestro subconsciente para dominar por completo a cualquier persona. Para Sigmund Freud, el contacto con lo onírico es la representación de un deseo y para el budismo tradicional el sueño es el momento en el cual el cuerpo astral se separa del durmiente y puede explorar –con el debido entrenamiento– distintas dimensiones del espíritu. Harun al-Rashid usa una droga para manipular la percepción del comerciante y disolver la línea entre el sueño y el mundo real. Es un divertimento para aquel que ejerce el poder. Sin embargo, el subconsciente también ha sido un ámbito que desea controlarse para desactivar cualquier rebelión. El escritor albanés Ismaíl Kadaré (1936-2024) describe en su novela, El palacio de los sueños, un reino (el Imperio Otomano) que recolecta los sueños de sus súbditos y los somete a un complejo proceso burocrático para detectar aquellos que pueden ser peligrosos. Una vez hecha la selección, el culpable puede ser acusado de traición por lo que pasó en su cabeza mientras dormía. La imaginación, volcada en lo onírico, siempre ha sido una amenaza para el poder político y económico. La literatura, como potenciador de la fantasía, es blanco constante de ataques, restricciones y, por supuesto, censura.
Uno de los casos más relevantes que evidencian al sueño no sólo como una exploración vana sino como un sismógrafo que puede registrar leves movimientos telúricos que anuncian algo mayor, es el proyecto de la periodista alemana Charlotte Beradt (1907-1986). En su libro El Tercer Reich de los sueños recopila sueños que le fueron contados a ella o a conocidos de ella por parte de ciudadanos que vivieron el creciente autoritarismo del gobierno nazi. Beradt tuvo que esconder su material y publicarlo, años después, en el exilio estadunidense, una vez acabada la segunda guerra mundial. Sumergirse en los sueños que experimentaron los alemanes de a pie, personas que no pertenecían a las minorías perseguidas por Hitler, es entrar en un mundo en el que lo simbólico convive con lo absurdo y con miedo al sometimiento total al poder. En las mentes de muchos ciudadanos existía la zozobra a una deshumanización gradual e irreversible. En 1934, luego de haber vivido bajo el Tercer Reich durante un año, un médico de cuarenta y cinco años sueña lo siguiente: “Mientras estoy en mi hora de descanso, cerca de las 9 de la noche, apaciblemente tendido en el sofá con un libro sobre Matthias Grünewald, mi habitación y mi vivienda quedan de repente desprovistas de sus paredes. Miro alrededor, todas las viviendas que alcanzo a ver con mis ojos ya no tenían paredes. Luego escucho rugir un altavoz: ‘conforme el decreto sobre la eliminación de las paredes del 17 de este mes’”. Beradt describe la conclusión de esta historia: “Este médico, conmovido hondamente por su sueño, toma nota de él a la mañana siguiente y, acto seguido, sueña que va a ser culpado por haberlo anotado”. El caso del médico alemán tiene numerosas coincidencias con otros sueños registrados en esa época: gente que descubre que no puede hablar; acusada de algo que desconoce; sometida a interrogatorios incoherentes; inmóvil ante la aparición casi espectral de un miembro de la élite nazi.
La lucha por controlar los sueños de las personas no terminó con el Tercer Reich y su política del miedo. En la actualidad el subconsciente representa una de las últimas fronteras para dominar nuestra imaginación, ya sea en el sueño o en la vigilia. Las corporaciones tecnológicas como Meta gastan mucho dinero en experimentos que buscan fusionar la mente con una computadora. Por ahora se necesitaría entrar al cerebro y colocar ahí una tecnología invasiva. Aún parece lejana esa distopía. Sin embargo, las mismas corporaciones de Silicon Valley ya operan en nuestra vida diaria recolectando nuestros datos y entrando, de maneras cada vez más profundas e irreversibles, en la vida privada de miles de millones de personas. Antes de que esto avance podríamos preguntarnos muchas cosas respecto al sueño, la imaginación y el interés cada vez más omnipresente del poder político y económico por controlar esa área. El filósofo italiano Franco Berardi ha propuesto en varios de sus libros un escenario pesimista: la humanidad está llegando a un límite infranqueable que podría conducirla a su fin. A la debacle económica, acelerada por un mundo atrapado en una deuda desbocada, se le suma una crisis ecológica y social. Berardi describe un problema esencial: en las décadas anteriores el sistema podía ser corregido en algunos de sus aspectos más depredadores por medio de la organización política, en particular de sindicatos y agrupaciones obreras. El panorama ahora es diferente, pues vivimos –según Berardi– un proceso de deshumanización impulsado, en gran parte, por la tecnología. Si somos incapaces de entender y nombrar el mundo que nos rodea, entonces no podremos articular ninguna respuesta conjunta. Sólo habría, en el mejor de los casos, algunos movimientos desesperados que se diluirían entre la avalancha de emergencias y desinformación en las pantallas. En este escenario, ¿qué papel podrían jugar los sueños? ¿Qué encontraríamos si se repitiera el experimento de Charlotte Beradt? El crítico de la tecnología Langdon Winner acuñó el término “sonambulismo tecnológico” para describir a una sociedad que no es consciente de las herramientas que usa o cree usar hasta que fallan y se rompe el hechizo. En esta analogía nuestras existencias transcurren como las noches de un sonámbulo que cree habitar la realidad y no percibe los fenómenos que lo rodean, mucho menos sus implicaciones. Si los ciudadanos del Tercer Reich soñaban con las consecuencias inmediatas del totalitarismo nazi, ahora quizás muchos sueños sean meros ejercicios de evasión, réplicas cada vez más vacías de una humanidad ensimismada que no puede imaginar –en la vigilia y mientras duerme– los terrores que la acechan.