Sinrazón de la razón o la locura rusa
- Vilma Fuentes - Monday, 24 Nov 2025 06:24
Fantasmal, el Kremlin aparece a lo lejos, en apariencia inalcanzable, ante la mirada de Vénédict Erofeiev. El autor de la novela Moscou-sur-Vodka, quien es al mismo tiempo narrador y protagonista, da vueltas alrededor del palacio y sede del poder ruso, girando en redondo sobre sí mismo, inmóvil, sin lograr acercarse a la antigua residencia de los zares, imagen alucinatoria e hipnotizante.
Como Malcolm Lowry, autor de Bajo el volcán, Vénédct Erofeiev narra las peripecias, imaginarias y reales, de tropezones y encuentros, de una borrachera. Pero, a diferencia de Lowry, quien utiliza un alter ego, el cónsul Geoffrey Firmin, para relatar su descenso a los infiernos y su propia muerte, Erofeiev se sitúa a sí mismo como autor y protagonista para describir las aventuras
y desventuras de la ebriedad. También a diferencia de la novela de Lowry, Moscou-sur-Vodka da un giro de ciento ochenta grados y troca lo trágico en cómico, arrancando la carcajada ante las vicisitudes que vive y se inventa el narrador, hundiendo a lector en la duda absoluta: la de la realidad. “¿Qué es la vida? Una ilusión,/ una sombra, una ficción,/ y el mayor bien es pequeño:/ que toda la vida es sueño,/ y los sueños sueños son.” (Pedro Calderón de la Barca).
Desde la advertencia preliminar del autor, la ironía sin la amargura del sarcasmo, Erofeiev provoca la risa haciendo reír, en primer lugar, de sí mismo y de lo que escribe: “La primera edición de Moscou-sur-Vodka quedó agotada, especialmente porque no existía más que un solo ejemplar.”
Soliloquio de un borracho durante el viaje en tren que lo lleva de Moscú a los suburbios para visitar a su amada durante el fin de semana. Relato rocambolesco de una borrachera colosal que lo lleva finalmente a su punto de partida. Nadie ni nada escapa a la burla. Ni los ídolos consagrados ni los dogmas de la historia oficial, ni los estereotipos del marxismo-leninismo. Tampoco otras creencias y prejuicios populares como son los valores religiosos, la veneración del mujik o la santificación de Rusia. Con la falta de respeto que caracteriza al borracho, el personaje se entrega sin cortapisas a la alegría sacrílega de carcajearse de cuanto puede haber de serio.
La risa que arrastra al lector en este crescendo de delirio se revela, a fin de cuentas, asimismo una burla, pues no expresa sino la desesperanza absoluta a la que un universo hermético reduce a cualquiera que trate de evadirse. La narración avanza a la par de los kilómetros recorridos, burlándose de lo sagrado y consagrando la frivolidad, lo nimio, lo aparentemente anodino:
Kilómetro 33–Central térmica
Desde luego, para comenzar el estudio del hipo, es necesario provocarlo primero: o bien: an sich (cf. Emmanuel Kant), es decir provocarlo en sí, o bien provocarlo en cualquier otro, pero en su propio interés, es decir, für sich. Ver Emmanuel Kant. Lo mejor, naturalmente, es practicar a la vez el an sich y el für sich. de la manera siguiente: usted bebe durante dos horas algo fuerte, Starka, vodka de Cazador o un aguardiente cualquiera. Bebe usted en dos grandes vasos, a razón de un vaso cada media hora, evitando si es posible cualquier acompañamiento sólido. Si algunos encuentran esto demasiado difícil, quedan autorizados a tomar algún bocadillo. Pero atención, no cualquier cosa: pan duro o viejas anchoas (en salmuera picante, salmuera no picante o salsa de tomate).
Después, usted observa una pausa de una hora.
Sin comer ni beber nada. Relaja sus músculos, se relaja usted.
Lo constatará por sí mismo: al cabo de esta pausa, ¡hic! Helo aquí que comienza. El primer hipo lo sorprenderá por lo repentino de su arranque. El segundo por su carácter irreprimible. El tercero, etcétera. Pero si no es usted un imbécil, deje de asombrarse y póngase a la obra…
El narrador, sin necesidad de moverse, atrapado por su propia ebriedad, viaja alrededor del mundo. Se desplaza a voluntad por donde se le antoja. Los encuentros brotan de la memoria:
¿Qué me queda por hacer? ¿Por qué no ir a París? Voy ahí. Me dirijo a Notre Dame sin cesar de asombrarme: por todos lados, nada más que burdeles; y la torre Eiffel, en lo alto de la cual el general de Gaulle come castañas […] Los reconozco: son Louis Aragon y Elsa Triolet… Ella, una vieja puta, me manosea la mejilla, agarra su Aragon bajo el brazo y prosigue
su camino…
Después, desde luego, supe por los diarios que no se trata de ellos sino, al parecer, de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Y luego? Para la poca importancia que esto tiene ahora.
La borrachera se vuelve un vértigo y siguen los encuentros al antojo de la imaginación: Robespierre, Cromwell, Sofía Pérovskaïa. Se va de un país a otro y de una época a otra. No hay más límite que el infinito de la fantasía desbocada como un caballo alado.
Con la desmesura de Rabelais, la agudeza de Gogol, el descenso al reino de la muerte de Rulfo, la locura y la crueldad de Kafka, Moscou-sur-Vodka es la obra clandestina de un autor envuelto por el misterio hasta su muerte en 1990 y hoy más vivo que nunca.