A un año de su muerte Antonio Gritón y la compulsión por lo visual

- Luis Hernández Navarro - Sunday, 07 Dec 2025 00:28 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Antonio Rafael Ortiz Herrera (1953-2024), mejor conocido como Antonio Gritón, fue un artista plástico notable, dotado de gran carisma e inteligencia. También fue un activista social vinculado a la defensa de los derechos humanos, la lucha de las mujeres, el movimiento zapatista y un apasionado de la Filosofía de la Ciencia. Este resumen de sus trayectoria y de su peculiar personalidad le rinde un entrañable homenaje: “Fue un outsider que entró a la república de los pinceles por rutas poco convencionales y creó una obra notable, nacida de la tenacidad, incansable trabajo y un talento muy fuera de lo común.”

 

 

El outsider que llegó para quedarse

A pesar de que Antonio Gritón fue un pintor que se formó académicamente como físico y no como creador plástico, fue reconocido por críticos, colegas y público como un artista excepcional. Autodidacta dotado de una intuición formidable y una capacidad de observación fuera de lo común, se reinventó cíclicamente a sí mismo y a su obra, en cada ocasión en la que su incansable magma interno hizo explosión. Fue un outsider que entró a la república de los pinceles por rutas poco convencionales y creó una obra notable, nacida de la tenacidad, incansable trabajo y un talento muy fuera de lo común.

Sin pasar por una escuela de arte, Antonio Ortiz se hizo pintor cuando encontró escrito que ese era su destino. Montó su primera exposición, una serie de ventanas, en 1981, en la Galería El Ágora, para ir a buscar a Pamplona, en plenas fiestas, a Pilar Unceta, la mujer de la que se enamoró y sería su esposa y madre de lo que más quiso en el mundo: sus hijos Silvestre y Esmeralda.

En 1984, ya en Ciudad de México, regresó por sus fueros como artista plástico, presentando sus acuarelas, llenas de color y vida, en el Café D’Morc, ubicado en la Condesa, cuando ese barrio comenzaba a ser la Fondesa. Picó piedra cada semana, tratando de vender sus cuadros en el Bazar del Sábado, mientras seguía trabajando en la revista del Conacyt y escribía libros de texto. En 1986 expuso en el Centro Cultural “El Nigromante”, de San Miguel de Allende, por el mérito de su propia obra y el apoyo de su amiga Paulina Hawkins y de la madre de ella, Carmen Masip, una institución cultural en la ciudad.

Finalmente, en un camino sin retorno, con el apoyo de Pilo, se dedicó a la pintura de tiempo completo, a partir de la serie de El Candingas, un personaje similar al Coco, terror de los niños que se portan mal, parecido a Lorenzo Parachoques. En la imaginación de Antonio, el sujeto nació de unas vacaciones en Mocambo, la escucha de Francis Poulenc, al que llegó gracias a su amigo el Güero Tonda, la lectura de Salvador Elizondo y la resurrección de los fantasmas del pasado que el libro le provocó. Santo Remedio. Pintar al Candingas le permitió exorcizar sus peores pesadillas.

En este camino, sus amigos de La Quiñonera, José Manuel Springer y Gabriel Macotela (por citar apenas a algunos), fueron claves para su consolidación profesional. Años después, su compañera y amiga Sophie Avernin lo introdujo en el mundo de la gastronomía y la enología, y lo acercó a un grupo selecto de coleccionistas de arte, que adquirieron obra suya.

 

Música y pintura

Gritonio ‒como le decían sus amigos de la Facultad de Ciencias de la UNAM‒ fue un urbanita que vio la película Los guerreros en más de cinco ocasiones. Habitó primero Azapotzalco y luego Echegaray, hasta que se mudó durante largos años al sur de Ciudad de México. Sin embargo, de la mano de John Berger y su Puerca tierra, encontró en la comunidad mixe de Alotepec (donde pintó un mural en el Palacio Municipal) y en el caserío vasco de Guelbenzu, de treinta y cinco habitantes (donde montó una huerta de arte visual), la vitalidad y autenticidad del mundo rural.

Fue un escucha y admirador de los Monkees, más tarde de Yes (al que fue a escuchar a Estados Unidos en 1976), y, por supuesto de los Rolling Stones, que odiaba visceralmente a los Beatles. Sus amigos Juan Tonda y Francisco Noreña, dotados de una excepcional cultura musical y una discografía notable, le ampliaron sus gustos musicales hasta extremos insospechados. Un encuentro fortuito, en 1978, en la UNAM, con la obra del compositor rumano-griego Iannis Xenakis, catapultó su infinita curiosidad acústica. Neil Young y Lou Reed lo pusieron a jugar en otras ligas. Muchos años después, su compañera, la documentalista y contrabajista Adriana Camacho, le abrió un universo insospechado que él amplió más allá de cualquier frontera gracias a sus habilidades digitales y su vocación de hacker. Su voracidad por escuchar nuevos ritmos fue clave para aumentar su paleta formal y su visión cromática.

Gritón manufacturó su pintura mezclando colores, vivencias y música. Invariablemente, durante las horas que pasaba en su estudio trabajando, escuchaba todo tipo de obras. Entre sus trazos y figuras pueden escucharse acordes y letras de las canciones con las que acompañaba su creación.

Como solvente usaba distintos tipos de licores. Primero, un brandy (es un decir) barato, de marca Algusto. Si tenía suerte, tomaba Torres 10. Un tiempo bebió un bourbon mexicano que se adquiría en una panadería de Coyoacán, de nombre Waterfield & Frazer, con un inolvidable sabor a acetona. La leyenda decía que se comenzó a fabricar en Delicias, Chihuahua, para abastecer el mercado estadunidense durante la prohibición, pero resulta que la ciudad se formó años después. En más de una ocasión recurrió al Ron Castillo.

En su estrecha relación entre pintura y música ocupa un lugar especial el grupo de rock progresivo Orificio, que estuvo presente en la escena con una producción propia entre 1984 y 1989, y actuó en unos cien conciertos, incluyendo dos del CEU. Fundado a partir de la dupla del guitarrista José Luis Gil y el tecladista Francisco Noreña, pasaron por allí músicos como Pepe Paredes, Rolando Isita, César Iguiluz, Rip y Toño Sánchez. Según Noreña: “Orificio se creó por Gritón. Él nos obligó a participar. Siempre estábamos tocando por aquí y por allá, de manera informal. Pero fue Gritón quien nos propuso formar el grupo. Y tocar en su exposición en el Café D’Morc. También montó varias escenografías para tocadas nuestras. Una canción lleva su nombre.”

Años después, con la misma Adriana, formó el dúo Las Cataratas del Niágara, en el que él se hacía cargo de los teclados. Lo mismo tocaban en la Selva Lacandona que en el Café Jazzorca. Con frecuencia, Antonio aparecía en las audiciones con un gorro que le tapaba la cara y lo hacía aparecer como alienígena.

 

Volver la vista atrás

Gritonio creció en el seno de una familia conservadora, con un padre autoritario, que nunca comprendió la sensibilidad excepcional de su hijo y trató de aplacarla ‒por decirlo suavemente‒ con regaños y manotazos en la mesa.

De esa difícil relación con su papá, Gritón adquirió el hábito de desafiar permanentemente cualquier autoridad irracional y el instinto de conservar lo propio. En la pintura, parte de su revancha consistió en echar mano de artilugios que no son observables para los demás, pero que están llenos de significado para él. Por ejemplo, corazones colgando llenos de mota. Muchos de sus cuadros están llenos de dispositivos visuales aparentemente ilógicos, que esconden esos mensajes de rebeldía. Eran su forma de mantener un reducto irredimible de su identidad y raíces.

Si de niño provocaba la ira paterna disfrazándose de payasito, de joven desafiaba al mundo cenando en el Denny’s de Ciudad Satélite vestido de pijama, y de universitario asistía a clases con un enorme sombrero de cuero estilo gambusino; de adulto uniformó su vestimenta con una colección de camisas estilo hawaiano, que compraba en algún rincón de Tepito, y se dejó crecer el pelo como si fuera ermitaño. Nunca gritó “¡Viva el mole de guajolote!”, pero estuvo muy cerca de los viejos estridentistas y de su maestro Arqueles Vela.

Esta complicada relación con su padre, llena de incomprensión, desafíos y resistencias, lo llevo a que, cuando encontró su vocación de pintor, gracias a la novela de Jerzy Andrzejewski, Helo aquí que viene saltando por las montañas, en lugar de convertirse en el oscuro viejo chivo genial del Antonio Ortiz del libro, decidió ser el Antonio Ortiz generoso, lleno de luz y amor, que fue a lo largo de su vida. No es exageración. Todo este año que ha transcurrido desde su partida, quienes lo conocieron y trataron han mostrado que lo fue.

El levantamiento del EZLN en 1994 le dio a Gritón un nuevo asidero a su ajuste de cuentas con
el despotismo paterno. De entrada, se convirtió,
en un tránsfuga de su clase. Se solidarizó con la causa de los rebeldes del sureste mexicano; se sumergió de lleno en la lucha indígena; se convirtió en una especie de anarquista temperamental; retrató la guerra sucia y los movimientos armados; denunció la violencia contra las mujeres y acompañó hasta su último aliento la exigencia de presentar con vida a los 43 normalistas rurales de Ayotzinapa. En una de sus últimas conferencias, a propósito de los Acuerdos de San Andrés, resumió su ideario: “Vengo del fututo y ¿saben qué? El futuro es zapatista”, dijo...

 

Lo inusual como cotidiano

Su pasado nos ofrece algunas de las líneas líneas de fuerza que dan claves sobre por qué fue capaz de crear una obra llena de brillantez, profundidad e imaginación. Allí están algunos de los motores internos que lo impulsaron a crear una obra original e irrepetible.

Como estudiante de Física se apasionó por la Filosofía de la Ciencia, al tiempo que, dotado de una inteligencia salvaje y un sentido práctico completamente ajeno a la imagen del Profesor Chiflado, era capaz de resolver los más intrincados problemas científicos por caminos poco convencionales. Para él, la lógica deductiva era un lujo completamente prescindible y las escuelas cárceles sin barrotes.

La enorme distancia entre su casa y Ciudad Universitaria lo llevó a comer con harta frecuencia en casa de sus amigos sureños, especialmente
en la de Paco Noreña. Allí se volvió un hijo más de la familia. Esta hermandad alternante, de la que siempre se sintió seguro y lo acompañó durante más de medio siglo, estuvo cohesionada por la música y la asistencia a lo conciertos de la Filarmónica de la UNAM y Bellas Artes.

La combinación de psicoanálisis y éxito profesional le detonó una expansión amplificada de su libido, que dejó una huella profunda en su obra (y en su vida). En Mujeres desnudas, paisajes y seres de otros mundos, Gabriela Galindo narra una parte sustancial de esta etapa artística. A partir de ese momento, y durante años, Antonio se dedicó a pintar desnudos abstractos compulsivamente. Quizás, el punto culminante de este tramo del camino fue la especie de happening, con música en vivo, modelos y artistas pintando en el Salón Bombay, frente a Garibaldi.

Si el psicoanálisis trabaja sobre la compulsión a la repetición para desmontar el sufrimiento, Gritón hizo de su compulsiva obsesión por lo visual, de la que habla la misma Gabriela al recordar cómo armaron el espacio Réplica21, su vía para derrotar sus peores monstruos y pesadillas. En el camino, su obsesión nos enseñó que es posible mirar el mundo de muchas otras formas.

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