Entre avatares y quehaceres: los rostros poéticos de Adrián Muñoz
- Francisco Segovia - Sunday, 07 Dec 2025 00:23
Si uno lee la larga lista bibliográfica que enumera el CV de Adrián Muñoz, dirá que es quizá tres personas: el indólogo, el anglólogo y el poeta. Pero si uno lee no sólo la lista sino al menos un par de los libros que esa bibliografía enumera, tendrá la impresión de que es muchas, muchísimas más personas. Y no personas en el sentido primigenio de “máscaras” para el escenario, sino personas de veras, personas que lo son sin fingimiento ‒como Mr. Hyde, digamos, que no es, que no podría ser, un fingimiento del Dr. Jekyll. Porque las personas pueden ser múltiples en un sentido débil ‒como cuando decimos que Fulano es uno cuando está tranquilo y otro cuando bufa y echa espuma por la boca‒, o pueden serlo en el sentido fuerte, siendo de veras muchas personas, aun para sí mismas, como aquellos que se desdoblan en varias personalidades, desconocidas o sólo vagamente presentes entre sí. En este sentido fuerte de la expresión, hoy diríamos que Mr. Hyde es una identidad producida por el trastorno mental disociativo del Dr. Jekyll, y añadiríamos que este trastorno no debe confundirse ‒como al parecer hizo T.S. Eliot‒ con la esquizofrenia.
No es que de veras las identidades diferentes de Muñoz no se hablen entre sí. Si uno lee su libro sobre William Blake (Los versos satánicos de Blake, EyC, México, 2012), hallará en él muchas remisiones a la filosofía hindú ‒o a la filosofía de Nietzsche, cosa que ya queda un poco fuera de las competencias obligadas para el indólogo y el anglólogo. Lo mismo ocurre en otros de sus ensayos, como “La oportunidad budista: sobre el tiempo, el instante y la vacuidad” (incluido en Muñoz y García (eds.), La sonrisa del Buda: estudios sobre budismo. Ensayos en homenaje a Luis O. Gómez, El Colegio de México, 2021), donde no sólo lee los textos budistas del caso a la luz de La intuición del instante, de Gaston Bachelard, sino que trufa sus iluminaciones con citas de Borges y de Cortázar. Por así decirlo, a las identidades principales de Muñoz se les cuelan todo el tiempo las vocecillas de sus mil otras identidades, menores digamos, y él no sólo las escucha sino que las cita. De hecho, podría decirse que es en estas personalidades menores donde la identidad más honda de Muñoz se muestra más claramente, aunque sea de manera siempre evanescente, pues no suelen conservarse de libro en libro, o de ensayo en ensayo. Pero algo queda siempre, aunque sea como un resabio o regusto. En cualquier caso, la admisión de estas voces sirve para mostrar que Muñoz, además de lo que debe leer y lee para sus trabajos académicos, siempre está leyendo además otra cosa, algo no debido, algo indebido, y no puede evitar hallar alguna correspondencia entre lo que lee desde dentro y lo que lee desde fuera, pues ambas lecturas pertenecen, allá en el hipercosmos, al mismo lector y su insaciable curiosidad. Y es justo esta curiosidad el punto sensible que, tocado, o siquiera rozado, hace saltar, todos a una, a esos mil avatares de Adrián Muñoz que son Adrián Muñoz.
Se entiende así que, al decir que Muñoz es muchos en el sentido fuerte de la expresión, me refería a la imposibilidad de fingir el salto multitudinario pero unánime de todos sus avatares cuando les tocan ese punto sensible. Me refería, pues, a la sensibilidad que todos ellos comparten; esto es, a esa sensibilidad particular que Muñoz ni finge ni podría fingir. Porque bien puede ser que la academia no vea con buenos ojos traer a colación a Cortázar cuando se habla del tiempo en la filosofía budista, pero hacerlo es en Muñoz un acto de sinceridad, de vitalidad, y apunta a la curiosidad que lo llevó tanto a estudiar las religiones de la India como a escribir poemas. Dicho de otro modo, Cortázar a veces le toca a Muñoz el mismo nervio que Buda, y él salta. Sólo eso podemos decir de él; sólo eso, pues ‒como dice Bachelard‒ “no se debe hablar ni de la unidad ni de la identidad del yo fuera de la síntesis realizada por el instante”. Sí, ese instante es el momento del salto, el que da certeza a la unidad última de todas las identidades y todos los avatares.
En este sentido, Adrián Muñoz ha escrito algunos libros que no se ocupan de asuntos académicos sino que refieren sólo saltos, el nervio herido por algún suceso, persona, paisaje, etcétera. Estos libros son los de poemas, donde el nervio sensible no acusa tanto el toque de los tratados y sus filosofías como el de la vida, o las vidas, que le ha sido dado vivir a su autor. Lo que quiero decir con esto es que, en sus libros de poemas, Muñoz no suele citar a los autores que cita en cambio en sus libros académicos, y que más bien trae a cuento palabras de sus avatares secundarios, que a veces son de origen popular ‒como las del inmarcesible José José, por ejemplo, que da voz y melodía a un tema eterno, del que se han ocupado siempre y en todo lugar tanto la poesía como la literatura y la filosofía; el tema imperecedero de “Ya lo pasado, pasado”... No es que citar una canción de José
José en un libro de poemas sea radicalmente distinto de citar a Cortázar en un ensayo sobre la filosofía de Nagarjuna, pero todo tiene su nivel. Los que estudian las filosofías de la India, algún respeto tendrán por Cortázar, mientras que el respeto que los poetas tienen por José José no suele ir sin una dosis de ironía. Y, para el caso, aun los temas más serios y profundos pueden tomarse a chanza. Como ocurre en el siguiente poema de Muñoz, que parece tratar de los eones y el final de los tiempos: “El fin del fin”: “El verdadero problema del domingo/ es que siempre le sigue un lunes.” Si leyéramos este poema en la vena con que Octavio Paz leyó aquellas “Teofanías” de Gabriel Zaid (que comienzan diciendo: “No busques más, no hay taxis”); si leyéramos así el poema de Muñoz ‒digo‒, ya se imaginan lo que podríamos sacar de él. Pero yo me contentaré con señalar que procede como los chistes; es decir, haciéndonos creer que usa una palabra en cierta acepción, cuando en realidad la usa en otra. No se trata, pues, del metafísico final de los finales sino del simple fin… del fin de semana. El lunes es su karma, el renovado Big Bang que da pie a un universo más del multiverso… Pero no; dije que no me metería en ese berenjenal.
Pequeñas sorpresas y milagros
Si bien es cierto que en sus libros anteriores Muñoz se permitía este tipo de ironías, también lo es que éstas solían ser entonces pasto fresco para sus desilusiones y amarguras, mientras que ahora de seguido alimenta un franco sentido del humor. Su nervio ya no sólo pega un brinco de dolor; a veces respinga porque algo le hace cosquillas. ¿Se debe esto a una madurez poética? Sin duda. Pero también al amor, a cierta alegría recobrada, a esa vida cotidiana que el dolor de antes le hacía ver como una serie de actos automáticos y vacíos, carentes de chispa y de sentido, y que la resurrección de su avatar más alegre y juvenil le deja ver ahora como actos llenos de pequeñas sorpresas y milagros. Éste, por ejemplo: “En la ducha”: “No cuando brota mágica de la roseta/ Tampoco cuando abraza/ el vapor cálido que arrebuja el aire/ ni cuando inunda mis fosas el rocío/ sino cuando se desliza por tu espalda/ y chapotea sobre tu pecho// Descubro el agua allí,/ por vez primera.” Agua recién nacida, que riega abundosa el opaco chaparral de su vieja desesperación y deja que allí abra su nimbo blanco una azucena. Y no es que él lo diga en frases tan cursis como la anterior ‒o sí, pero sólo tiñéndolas de jubilosa ironía. En cualquier caso, el Muñoz de Los quehaceres (Bonilla-Artigas, México, 2025) no deja de expresar su buen humor como actitud general, como disposición a aceptar lo que venga como venga, sin la precaución de un dictamen
previsorio. Y lo hace así aun cuando habla de
un pleito conyugal o se queja del orden del mundo. Miren, si no, este poema que habla del diluvio universal, quizá más desde el punto de vista babilonio que desde el hebreo, pues en el relato babilonio queda más claro y rotundo el fracaso divino; en él, de paso, escucharemos el susurro del historiador de las religiones en la oreja del poeta: “Se está cayendo el cielo”: “En un hueco del agua/ se esconde el recuerdo de Dios/ De cuando enojado se dijo/ que por tanta deshonra/ no habría poder/ en la tierra o el cielo/ capaz de limpiar
este mundo.”
Este Adrián Muñoz en modo sonriente escribe a veces breves observaciones que, más que a aforismos de su admirado Antonio Porchia, suenan a greguerías de don Ramón Gómez de la Serna. Aquí dos de ellas: “Muebles”: “Reacomodar muebles/ es un modo de mudarse.” Y “Más ropa”: “Doblar la ropa/ es como hacer yoga/ a control remoto.”
El buen humor conduce a Muñoz al juego. No sólo al metafórico: también al formal. En el primero de estos dos poemas, por ejemplo, casi no hay palabras que no contengan la letra de y las sílabas mu o mo: reacomodar, muebles, modo, mudarse; mod, mu, mo, mud. No es que esta actitud formal faltara en los libros anteriores, pero aquí la actitud es menos encerrada y recomida, más abierta y entregada a la luz del día. Por
ejemplo, la última sílaba del primer verbo del poema, acomo-dar, resuena en la penúltima del segundo, acomo-dar-se. Y esto es emblemático: Muñoz pasa así, de dar, a darse.
En estos quehaceres le ocurre a él un poco lo que a sor Juana. Cuando, por castigarla, la apartaron de sus libros y la mandaron a trabajar a la cocina, ¡qué de cosas no descubrió allí, maravillada! Podrán haberle embargado la biblioteca, pero ¿la curiosidad? ¿la sensibilidad? ¿la inteligencia? No, ésas no son confiscables; y aun cuando se las someta, renacen siempre. Véase, para el caso, este poema: “Sábana”: “Mira esa voluta de tela sucia/ Ese muñón de sábana que alarga/ su deseo de tocar tierra de ensuciarse/ para que la manden a lavar la crucifiquen/ en el monte de alambre en la azotea/ y reciba las caricias del sol y el viento/ donde habrá de resucitar, inmaculada.” En esta parábola de Cristo, las jaulas de la azotea son el Gólgota, el Calvario, pero casi se adivina que el alambre del tendedero es el travesaño de la cruz; o, mejor dicho, los brazos del crucificado. Si, tras arrastrarse por el polvo de este valle de lágrimas, Jesús hubiera sido clavado en la cruz con la túnica puesta, ésta habría colgado de sus hombros y brazos como cuelga una sábana en un tendedero. El milagro se extiende, se esparce, se contagia: también la mortaja resucita, inmaculada.
Esto es sin duda una de Las obras del amor, según tituló Kierkegaard uno de sus libros. Por eso podríamos decir que el libro de Muñoz podría llamarse Los quehaceres del amor. No porque todos sus poemas traten directamente del amor sino porque a todos los envuelve el amor “como el viento quieto”. Ese viento que, inmóvil, define el instante en que los avatares se muestran como una sola persona, aunque dividida en mil l